El mundo está lleno de hambrientos. Gente que harta de
hincharse a panchitos y cerveza de marca “La cabra”, aspira a tomarse un vermú
como Dios manda. No sea que se mueran y se queden con las ganas. Yo los
entiendo, la verdad. Como buen morrifino que soy, les diré que no es igual
beberse una buena cerveza (Si me lo permiten, les recomiendo cualquiera de
Cervezas 69, hechas en Chinchilla, cerquita de casa. Sólo lúpulo, agua y
cebada) que cualquier otra, edulcorada a base de maíz u arroz (las
mayoritarias).
En este punto entran en juego las bonanzas y dificultades
económicas de cada uno, unas que pueden limitarnos a la hora de disfrutar de la
buena gastronomía. Convengo en que un pobre de solemnidad tiene que echar mano
de los productos baratos y no ponerse demasiado exquisito para llenar el buche,
pero no me negarán que contar con una buena cuenta corriente no es sinónimo de
paladar bien entrenado, pues les podría citar a más de un rico que bebe leche
de tres al cuarto.
Yo lo tengo claro. Delicado no soy, pero si puedo, no voy a
escatimar en alimentarme. Prefiero dejar a un lado los lujos secundarios,
léanse coches, ordenadores y trajes, que hincharme a mortadela y choped. Más
todavía considerando que un buen potaje, unas lentejas o el arroz con pollo no
son tan caros. Y enlazo aquí con que el buen comer, además de buena materia
prima, necesita mucho trabajo (¡Que se lo digan a las abuelas y alguna que otra
madre!)
De hecho, si lo piensan bien, proporcionalmente cuesta más
un trozo de lasaña ultracongelada que hacerse una tortilla de espinacas. Vayan
a un supermercado, escojan un sitio privilegiado junto a la caja, observen
durante diez minutos y hagan su estudio de campo: ¿Quién compra productos
naturales? ¿Quién echa mano de los elaborados? ¿A cuántos da de comer un
paquete de lentejas? ¿A cuántos una bandeja de canelones?
Pienso en que todavía hay mucho que hacer por la
alimentación, más todavía cuando te das cuenta que muchos se alistan en los
partidos políticos soñando con langostas y bogavantes. Pienso que hemos
encumbrado ciertos productos por no estar siempre al alcance de nuestra mano en
vez de valorar si son sanos o, por el contrario, venenosos para el organismo.
Mientras les dejo pensando en ello, hoy me dedico a un libro
que trae cierta frescura al panorama del álbum ilustrado. Lenny Langosta se queda a cenar de Finn y Michael Buckley e
ilustrado por Catherine Meurisse (Libros del Zorro Rojo) es uno de esos libros
con los que el lector lo pasa bien, divinamente. El punto de partida es
bastante sencillo, pues a Lenny, una langosta bien elegante, la invitan a cenar
a un ágape de postín. Todos lo esperan con los brazos abiertos, con mucho boato
y todas las atenciones. Le han preparado un par de gomas para sus pinzas pues
él ¡es plato estrella!
Cabría esperar que la cena terminase con el crustáceo
despedazado y las barrigas llenas, pero en el momento crucial de la narración,
los autores, utilizando el recurso de “elige tu propio final” dejan elegir al
lector “¿Desmembramos a Lenny o no?” Así es como el lector-autor-espectador en
un alarde de sadismo o compasión, decide que es lo que más le conviene a este
señor colorado. Si a estos dos recursos narrativos añadimos que la historia se
llena de disparates y sinsentidos varios, la cosa está más que bien, para
contarla y para leerla, of course.
Sobre las ilustraciones cabe decir que priman dos colores,
el rojo y el azul turquesa, dos colores llenos de contraste que le dan cierto
toque vintage (recuerden los libros a dos tintas de los años 40) y ayuda a
ensalzar la figura de un protagonista que seguro nos vuelve a dar que hablar.
Por cierto, me acabo de acordar que nunca he probado la
langosta, ¿qué tal estará?
No hay comentarios:
Publicar un comentario