Que
lo oriental está de moda en la parcela editorial, más que un hecho, es una
rotundidad.
Los
jóvenes occidentales devoran manga a manos llenas (¿será fruto de la castración
emocional que sufren en los últimos tiempos?); uno cree perderse entre el
intrincado laberinto que representan las series anime; decenas de ñoños
culebrones coreanos seguidos por hordas
de quinceañeras; sushi, nori, wasabi y sashimi en todas las esquinas; el
retorno del origami al mundo de las manualidades de alto “standing”… Son
razones varias que se me ocurren -a bote pronto- para argumentar esta fiebre
amarilla recién horneada (tranquilos, el año que viene cambiará de color).
Sin
kimono y con asombro, veo desfilar gran cantidad de autores e ilustradores del
lejano oriente, una cultura que empieza a invadirnos en aras de su originalidad
y exotismo. Aunque con otra manera de narrar (más surrealista, sin lugar a
dudas) y menos concluyente (esos finales en el aire a veces me ponen muy
nervioso), japoneses, chinos y otros autores de pliegue palpebral acusado,
están copando poco a poco el mercado de los libros para niños con sutiles
ilustraciones de aguadas dinámicas y figuras estáticas. Si bien es cierto que
la llamada globalización está aportando variedad y mezcolanza (gastronómica y
LIJera), también se echa de menos cierta selección a la hora de comprar
derechos de autor y publicación, para no errar en el intento y ganar un
dinerillo... Con esto hay que decir que es imposible comparar el trabajo de
Mitsumasa Anno o Satoshi Kitamura con los bodrios (llenos de friquismo en
muchas ocasiones, todo hay que decirlo…) que últimamente se editan procedentes
del país de la seda y el crisantemo… Tener los ojos rasgados es una cosa y
hacer buenos libros para niños es otra.
No
se alteren. Es una mera opinión. Si quieren mi recomendación, aquí la traigo…
Si me dieran a elegir entre todos los libros nipones editados en castellano
esta temporada otoñal, elegiría Karl y la
torre misteriosa, del japonés Junzo Terada (Bárbara Fiore Editora), una de
esas joyas literarias que, con mimada puesta en escena (me recuerda a esas series de dibujos japonesas de los ochenta, como Banner y Flappy, El bosque de Tallac o La aldea del arce), se presenta al lector
como un cuento de aventuras de nuevo
cuño pero con sabor añejo.
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