Por si no tuviéramos bastante con la crisis que se avecina (elijan el adjetivo ustedes), la mayor parte de los días asistimos atónitos a un circo que da ganas de vomitar. Lo peor de todo es que la cosa no se queda en el hemiciclo (todavía no sé por qué ninguna organización libertaria no ha camuflado francotiradores entre los estenotipistas), sino que también llena las calles, los medios de comunicación y hasta los libros, de su basura. ¡Bienvenidos a un nuevo episodio de la guerra cultural!
Además de servir para el desfogue de algunos (¡Qué pesaditos se están poniendo mantenidos, palmeros y salvadores!), no hay que olvidar que la guerra cultural, esa que Gramsci propondría hace casi un siglo y que lleva perpetrándose en nuestra sociedad unas cuantas décadas, pretende alcanzar el poder político a través del poder cultural, cosa que se empieza a oler, sobre todo en esto de lo literario.
Y es que, señoras, señores, el universo literario (también el de la LIJ, como ya apunté AQUÍ) lleva muchos años lleno de críticos, lectores y enterados que, infiltrados en todos los medios de comunicación de masas, las redes sociales y los ambientes universitarios e intelectuales, vociferan desde un lado y de otro las bonanzas de quienes -se supone- exhibieron en sus creaciones discursos afines a las diferentes facciones.
Alejados del humanismo que nos interesa a algunos, se dedican a las arengas (¡Facha! ¡Comunista!) para espesar todavía más uno de los climas sociales más asfixiantes de los últimos años y así dejar a un lado la pluralidad de los discursos. Amontonan los nombres de literatos, poetas y dramaturgos sobre su trinchera particular y, mientras los deslegitiman intelectualmente, también se apropian de sus obras para perpetrar así la necesaria propaganda.
Unamuno, Borges, Delibes, García Lorca, Benedetti, Larra, Pérez Galdós, Alberti, Pío Baroja… Son muchos los que, según esos iluminados, se han sentado en un bando u otro. Muchos de ellos sin tan siquiera hablar de sus inclinaciones políticas en sus obras, algo que la mayor parte de los espectadores ignoran en pro de una manipulación sesgada (N.B.: Curiosa paradoja esta, la de creer a un tercero en vez de echar mano de las bibliotecas y LEER).
Escuchen, melones. No dejen que otros lean por ustedes. Lean sin prejuicios a todos y cada uno de estos autores. Seguro que dan con ustedes mismos en las páginas de Fortunata y Jacinta, Los santos inocentes, Niebla, La casa de Bernarda Alba o Marinero en tierra. Cada vez tengo más claro que lo que debería ser un discurso luminoso y fraternal está siendo corrompido por ideas que poco tienen que ver con lo que muchos pensamos.
Y así llegamos a dos de esos álbumes sobre conflictos y guerras. El primero es La batalla de Karlavach del reconocido escritor Heinz Janisch y el ilustrador Aljoscha Blau, un álbum recientemente editado por Lóguez, y el segundo es Boom. La guerra de los colores del siempre genial Ximo Abadía y editado por Montena.
Aunque ambas historias echan mano de los colores para referirse a los enfrentamientos entre grupos de seres humanos, difieren en algunos puntos. Mientras que el primero echa mano de un simbolismo más cercano a los cuentos tradicionales (ropa y derivados) para desarrollar un discurso más libre en lo que a interpretación se refiere, el segundo es más expositivo y se centra más el aspecto gráfico, prescinde de metáforas y otras figuras literarias pero juega con la línea y la complementariedad en un exquisito juego de contrastes.
El resultado de ambos es maravilloso (fíjense en que las ilustraciones de ambos se decantan por las formas angulosas y puntiagudas), sobre todo porque ambos se mantienen al margen de los consabidos sesgos (algo que agradezco al máximo cuando se trata de una temática como esta) y se posicionan al lado del pueblo, uno que en ambos casos toma la última palabra para obviar a los poderosos y sus cuitas.
Espero que tomen nota y empiecen a leer, un verbo que siempre derrota a la ignorancia y a quienes desean tomar ventaja con ella.
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