Me llama mucho la atención el interés con el que mucha gente me pregunta “¿De qué vas?” Si bien es cierto que alguna vez se denota cierto reproche en la pregunta, generalmente la hacen extrañados. Vamos, que no saben por dónde va la hebra.
Estamos acostumbrados a etiquetar a todo el que pillamos. Tendencias políticas, hábitos alimenticios, gustos musicales y cinematográficos, forma de vestir… Absolutamente todo nos ofrece indicios sobre qué tipo de personas son los demás. Recabamos información, la integramos en nuestro catálogo de prototipos y los clasificamos en una tipología determinada para tenerlo en cuenta cuando sea necesario.
Les puedo asegurar que esta práctica no es mala idea. Teniendo en cuenta que cada vez vamos más uniformados (¿Se han fijado en lo clónicos que son los niños de ahora? Me tienen alucinado esas hordas de quinceañeros igualicos) y la llamada inteligencia emocional consiste en considerar una serie de variables que nos permitan conocer el comportamiento y emociones de quien tenemos enfrente para actuar en consecuencia, a más de uno le resultará útil para librarse del paredón o del cuñao de turno.
Pero también es cierto que no podemos conocer todos los parámetros, que se nos escapan detalles ínfimos pero igualmente importantes, y que para suplir estas carencias informativas debemos echar mano de los estereotipos. Damos por hecho que un profesor de matemáticas no puede llevar el pescuezo tatuado, que un directivo de central nuclear debe ser carnívoro, que una buena maestra no puede odiar a los niños, que alguien vestido de Prada (muy buen gusto, por cierto) no debe ser podemita, que un inglés no bebe cerveza sin alcohol o que un gay nunca vota a Vox.
Lo mejor de todo viene cuando constatamos que el ser humano es maravilloso, que nos ofrece nuevas y frescas versiones de sí mismo, que se aferra a lo que le da la gana y manda a la mierda las hormas, las presuposiciones y los clichés, una idea que a los monstruos que abogamos por la libertad (y el libertinaje) nos llena de satisfacción.
Les aviso: debemos estar agradecidos de equivocarnos para con los demás, de que nos salga el tiro por la culata y de cubrirnos de mierda hasta el gaznate. Nada es lo que parece y todos somos únicos de un modo u otro. Necesarios e importantes para desempeñar un papel en este ecosistema llamado mundo que nunca alcanza esa homogeneidad que tantos han anhelado.
Y antes de que se me tiren al pescuezo les menciono el último álbum de Christian Robinson. Tú importas, editado por Libros del Zorro Rojo este curso, es un canto a lo colectivo desde un punto de vista individualista. Sobre un texto poético con vis de retahíla –fíjense en ese “tú importas” que se repite como un mantra a la confianza-, el autor articula una serie de ilustraciones interconectadas a través de sucesos o personajes que hablan de una humanidad variopinta desde un punto de vista cotidiano y, sobre todo, alejándose de convencionalismos y perspectivas buenistas.
Robinson subraya una vez más su mensaje multi-kulti finalizando la acción en un libro con montones de detalles y casi-circular (fíjense en el que la guarda final y las tapas funcionan como colofón perfecto) que es una excusa inmejorable para plantearnos que los moldes sirven de poco cuando el yo y las circunstancias son las que mandan.
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