En todas las latitudes suspiran los viejos aquello de “nada es lo que era…”, una frase muy recurrente que se percata de la evanescencia del tiempo, ese que cambia el mundo, un mundo en el que apenas ya no quedan zapateros, herreros, sombrereros, esparteros o ebanistas… Y entonces, cuando la madera de sabina deje de labrarse, cuando se apague la última fragua, cuando la última hebra de hilo encerado se termine, cuando la última pieza de fieltro no tome forma, será el momento de que Occidente eche la vista atrás y llore contemplando las cenizas de todos los antiguos oficios que dejó morir, esas labores de artesano que han ido sucumbiendo gracias a un verdugo que se ha especializado en fabricar manufacturas de instantáneo consumo, un verdugo llamado capitalismo.
Se me hace extraño pensar que la puñetera crisis económica que tantos puestos de trabajo ha guillotinado, sea ese soplo de esperanza que salve del paredón a decenas de profesiones que tienen un pasado reconocido, un presente inútil y un futuro incierto. Para que en los años venideros, todo lo que se produzca por la mano del hombre, no sólo le sea útil, sino que también tenga ese añejo sabor que invade las cosas bellas.
Y así, las páginas de los álbumes ilustrados, en vez de diseñarse enteramente con los omnipresentes medios informáticos, podrán llenarse de bordados, de encajes, de imágenes talladas, de figuras de bronce, de engranajes de reloj, de retorcidos barrotes de acero, de sombreros de copa, de mimbre trenzada o, simplemente, de trazos a lápiz, la técnica más sencilla, para hacernos soñar mientras leemos.