Barbara Cooney. La señorita Emilia. Ekaré.
No sé qué hubiera
opinado Pablo Ráez de que una calle llevara su nombre, ni si le
hubiera gustado recibir tantos honores tras su fallecimiento. Lo
único que sé es que la muerte de este chico ha generado ciertas
controversias que me gustaría recoger en este lugar donde los
monstruos también lloran.
Sarah Stewart y David
Small (il.). La jardinera. Ekaré.
Unos dicen que el cáncer,
esa enfermedad condicionada, tanto por factores genéticos, como por
ambientales, engulle cientos de vidas a diario. Que Pablo era otro de
esos enfermos que conviven con la leucemia y cuya recuperación depende
más de la ciencia y los médicos que de su propio estoicismo. Que la
de este chico era otra vida truncada por una realidad que golpea a la
especie humana con mucha frecuencia, más todavía desde que la industria química
y los hábitos poco saludables irrumpieron en nuestro modus operandi.
Nada excepcional. ¿Qué familia no sabe lo que es el cáncer? Los
enfermos no son héroes, ni mesías, tampoco mártires, sino el
resultado, por desgracia, de mucha mala suerte.
Mac Barnett y Jon Klassen
(il.). Hilo sin fin. Juventud.
Al otro lado tenemos
aquellos que se deshacen en loas a un chaval que decidió no
amilanarse frente a la adversidad, que buscó las palabras más
adecuadas para animarse a sí mismo, a sus allegados, a quienes lo
rodeaban. Que vestía con una sonrisa al mal tiempo, que dejaba
correr la brisa para aliviar esa cruda carrera de fondo, y que nos
enseñó que la vida es un regalo enorme. Que era un ejemplo de
entereza y lucha, de fuerza ante la adversidad. Muy carismático, un
gran comunicador, despierto y esperanzado.
Cho Sunkyung. El jardín
subterráneo. Thule.
Y en medio de todo esto
ando yo. Pensando que Pablo Ráez fue una persona ingeniosa que,
desde su propio individualismo, supo aupar una iniciativa que ha
resultado ser una de las mejores campañas para captar donantes de
médula ósea de este país. Que, de un modo honesto y sincero, supo
llegar a los que le rodeaban para desarrollar un bucle solidario, no
sólo para beneficiarse de su incesante búsqueda de hallar un
donante compatible, sino para, sin comerlo ni beberlo, abrir muchas
puertas a otros enfermos y hacer visible el sufrido campo de minas
que conllevan los trasplantes de médula ósea.
Monika Feth y Antoni
Boratynski (il). El señor Todoazul abrillantador de placas
callejeras. Lumen.
Jeanette Winter. La bibliotecaria de Basora. Una historia real de Iraq. Juventud.
No sé si Pablo Ráez se
merece una calle, una estatua o uno de esos bancos dedicados tan típicos en Inglaterra que bien
podrían bordear la Malagueta, pero sería maravilloso que su
historia, otra que habla de cómo hacer más hermoso y especial
nuestro mundo, fuera recogida en un libro para niños,
para mí, el más bonito de los tributos.
Barbara Cooney. La señorita Emilia. Ekaré.
2 comentarios:
Toda la razón. A mí también me gustaría. Los mejores libros para niños están llenos de discretas historias llenas de luz, como ésta.
O de oscuridad, según se mire... ¡Me alegra que te haya gustado, Fernanda! ¡Los monstruos aquí estaremos para cuando nos necesites!
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