Aprovechando que el
invierno se asoma por las rendijas, nos hemos sumergido en el periodo
de evaluaciones. Mientras echamos la tarde discutiendo sobre
aprobados o suspensos, y constatando que son muchos los casos de
ansiedad que se dan entre los alumnos de cursos superiores, me ha
dado por cavilar sobre ciertos asuntos que, aunque asoman la cabeza
en el ámbito escolar, sí se relacionan con lo mundano, a mi juicio
todavía más importante.
De unos años a esta
parte empiezan a crecer entre/sobre/bajo los pupitres chicos de toda
condición que, hastiados por el presente futurible, sumergidos en
variopintas frustraciones (de origen ficticio casi siempre) y unas
expectativas (de las que se han adueñado sus familias y la sociedad
aunque digan que no), empiezan a sufrir los sinsabores de lo adulto,
esa condición que nos hace mártires en vez de actores.
Estas generaciones de
“millennials” (así los llaman), a pesar de estar muy preparados
en lo académico (les aseguro que yo no hincaba tanto los codos), no
les va igual en lo que atañe a su relación con el mundo. Sí, ya sé
que muchos lo van a achacar a la desestructuración familiar, a
internet y sus males (¿Y ustedes? ¿Qué hacen ustedes en un
bitácora digital como esta?), o al Sálvame Deluxe, pero la cosa va
más allá...
Lo primero de todo es
admitir que nuestros niños y adolescentes (occidentalmente hablando)
están demasiado expuestos a los problemas de los adultos, conviven
con ellos y eso les hace partícipes de algo que, lamentablemente, no
les pertenece y que en parte es resultado de una serie de
privilegios.
En segundo lugar hay que
hablar de la disyunción que existe entre el mundo real y el mundo
fiticio, y no me refiero precisamente a literatura, sino a toda una
suerte de mensajes inconexos que se relacionan con discursos erróneos
que se vierten a diestro y siniestro sobre nuestras cabezas (Al final
llevaba razón Vercingétorix) desde el mundo de la política, la
cultura o los medios de comunicación, y que tienen poco que ver con
lo que se vive de primera mano.
Ejemplos... Hago cola
para pedir un litro de calimocho (sí, me encanta) y escucho a los
quinceañeros de al lado vomitando las mismas consignas que los
tertulianos de la Sexta... Riego las jardineras del pasillo y me
sorprendo mientras dos compañeras de trabajo dicen que para tener
hijos nunca se es viejo (N.B.: ¿Qué científico habrá dicho esto?
¿No sabrán que los ovarios comienzan a degenerar a partir de los 27
años de edad?)... Me pongo a hablar con el Pacote (de libros) y
tengo que buscar un afilalápices con el que segarme las venas ¿Pos
no me dice que supone que El señor de las moscas tendrá
moraleja?... Y si no otra coleguita mía, aficionada a las artes
escénicas, que se pasa el día diciendo que la derecha se está
cargando la Cultura (Se ve que no se ha enterado de la que ha liado
Podemos con la programación teatral de Matadero-Madrid...) porque
aboga por el sistema económico liberal (¿Perdona? Si algo tienen
claro todos los políticos es que “Lo mío para mí y lo de los
demás, a repartir”).
Vivimos capados por lo
que nos dice la opinión publica y cohibidos por los idearios de los
círculos cercanos (y lejanos). Esto conlleva a una lucha contra
nosotros mismos (¿Lo podemos llamar autocensura?), lo que,
desgraciadamente, hace naufragar nuestras esperanzas y trunca el
disfrute de los días (si es que en algún momento existe). Lo
políticamente correcto y las paradojas llenan el mundo que pisamos,
lo engullen y de paso vuelven locos a muchos ciudadanos, incluidos
los jóvenes.
Todo esto me ha llevado
hasta uno de esos libros muy sesudos (Sí señores, como los que nos
gustan) que habla de la relación entre el individuo y la percepción
que éste tiene del mundo. El niño raíz, un álbum de Kitty
Crowther (Lóguez) la mar de interesante y con el que hasta hoy no
había alimentado a los monstruos, además de hablar de soledad, de
introspección y del hombre como ser social, también habla de los
lastres personales y de las hermosas catarsis que surgen cuando
percibimos el mundo lejos de clichés, prejuicios o propagandas. Es
así como su protagonista deja de ser la misma, muta su percepción
de lo que ella creía que debía ser el mundo y decide explorar
nuevos caminos.
Sí, es cierto que
podemos hacer una lectura meramente argumental, y que, indagando en
las capas discursivas que subyacen en esta historia donde la fantasía
desempeña un papel fundamental, podemos encontrar referencias a la
evasión de la realidad a través de los sueños (acuérdense de Max
y del libro que da nombre a este blog), el viaje iniciático y
personal, o incluso la muerte, una asociaciones de ideas bastante
turbadoras, pero que, en cualquier caso (y por suerte) tienen que ver
con el individuo y sus decisiones fuera de esas burbujas creadas por y para sí mismo.
Es por ello que, a través
de este álbum para mi estupendo, animo a dejar de lado a lo teórico,
lo que debería ser y a la opinión pública y sus instrumentos de
poder y homogeneización, para experimentar por nuestra cuenta y
riesgo lo que es la vida. En pocas palabras, que disfrutemos de la
libertad (si es que alguna vez ha sido nuestra...).
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