Aportar algo a este mundo es una dura tarea, sólo apta para ambiciosos, optimistas y algún que otro chalado. La verdad es que nunca me he planteado pasar a la Historia, de hecho prefiero disfrutar de las vistas, acompañado de un buen plato de caracoles y una conversación agradable, antes que presentarme a los numerosos castings que minan las principales capitales de provincia del país en busca de nuevas estrellas: de la canción, del baile, la interpretación o del morro, una de las especialidades artísticas españolas con más auge hoy día.
Lo cierto es que ya no está la vida para honrar a aquellos que hagan algo provechoso y altruista por este planeta que habitamos. Ahora, como mucho, se le cuelgan medallas a casi todos los políticos, a algún lameculos que otro, a ciertos viejos –más porque lo son que por lo que han hecho- y a muy pocos que de verdad las merecen, pero ya se sabe... Si lo miramos bien, tampoco importa mucho, puesto que al no estar muy acostumbrados a estas gestas, cuando ocurre alguna, nos damos buena cuenta de que ha de ser loada, así que, al menos, reconocemos a quien lo merece.
Este es el caso del personaje de una novelita (el diminutivo no se debe a lo trivial de su argumento, sino a su extensión) que he tenido ocasión de leer este fin de semana de deseada tranquilidad, El hombre que sembraba árboles, del francés Jean Giono. Toda una lección de humanidad, perseverancia y edificante voluntad. Es un relato sencillo que, en apenas cincuenta páginas, es capaz de construir una personalidad inolvidable, la del hombre que, con tan sólo sus manos, tiempo y constancia, es capaz de erigir una obra hermosa y útil, que perdure en el tiempo, constructiva, propia de una naturaleza heroica y admirable. Léanla. Es mi único consejo.
A colación de esta historia se me vienen a la mente otros ejemplos con semejante mensaje, todos ellos en el formato del álbum ilustrado, véase La señorita Emilia, de Barbara Cooney (Editorial Ekaré), El jardín subterráneo del autor coreano Cho Sunkyung, (Thule Ediciones) o La isla lejana –D. Hofmeyr & J. Daly, Editorial Blume-, donde el mundo vegetal es la clave para conseguir un mundo más humano.
Ilustración: Francisco Javier Martínez Marín
Lo cierto es que ya no está la vida para honrar a aquellos que hagan algo provechoso y altruista por este planeta que habitamos. Ahora, como mucho, se le cuelgan medallas a casi todos los políticos, a algún lameculos que otro, a ciertos viejos –más porque lo son que por lo que han hecho- y a muy pocos que de verdad las merecen, pero ya se sabe... Si lo miramos bien, tampoco importa mucho, puesto que al no estar muy acostumbrados a estas gestas, cuando ocurre alguna, nos damos buena cuenta de que ha de ser loada, así que, al menos, reconocemos a quien lo merece.
Este es el caso del personaje de una novelita (el diminutivo no se debe a lo trivial de su argumento, sino a su extensión) que he tenido ocasión de leer este fin de semana de deseada tranquilidad, El hombre que sembraba árboles, del francés Jean Giono. Toda una lección de humanidad, perseverancia y edificante voluntad. Es un relato sencillo que, en apenas cincuenta páginas, es capaz de construir una personalidad inolvidable, la del hombre que, con tan sólo sus manos, tiempo y constancia, es capaz de erigir una obra hermosa y útil, que perdure en el tiempo, constructiva, propia de una naturaleza heroica y admirable. Léanla. Es mi único consejo.
A colación de esta historia se me vienen a la mente otros ejemplos con semejante mensaje, todos ellos en el formato del álbum ilustrado, véase La señorita Emilia, de Barbara Cooney (Editorial Ekaré), El jardín subterráneo del autor coreano Cho Sunkyung, (Thule Ediciones) o La isla lejana –D. Hofmeyr & J. Daly, Editorial Blume-, donde el mundo vegetal es la clave para conseguir un mundo más humano.
Ilustración: Francisco Javier Martínez Marín
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