Aparte de unas cervicales sumamente dañadas (según la
fisioterapeuta la contractura oprime la arteria vertebro-basilar… ¡total na’!),
la batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma ha traído a mi vida, un año más, esa
ilusión de niño por el disfraz y la máscara.
El carnaval, una fiesta pagana reconvertida por el ansia de
poder vaticana, tan de moda estos días (¿fumata blanca o fumata gris?... sólo
sé que esa chimenea se parece a la de la estufa de leña que nos calienta en los
domingos de campo y huerta…, ¿tendrá algo sobrenatural?), se tiene que mamar
desde temprana edad, y sembrar así la semilla del sinvergüenza canalla que
cantará en lo venidero a lo mundano y lo divino, o en su defecto, a lo que le
dé la real gana.
Ya se sabe que para dar la murga o ser un gran chirigotero,
el mayor de los requisitos es llevar un niño dentro, de esos que poco saben de
normas, leyes o consensos, para poder soplar a gusto la turuta que entone el
cuerpo (y el intelecto), aunque también es cierto que, en cuestión de disfraces,
no todo vale, porque bien es sabido que lo sencillo, bonito y profundo tiene
una melodía que da valor donde sobra el gusto, un tándem del que pocos hacen
gala en estos días de tanto crédito y papel moneda…. Y si el atuendo acompaña a
la letra, sólo faltan ritmo y melodía; esas que ponen los ojos del niño sobre
el problema, lanzan el dardo de la evidencia a unos oyentes cada vez más
embobados, forjándose así el aplauso y haciendo grande un mundo chico.
Y si no denotan que las miradas pequeñas distinguen lo
humano de lo fútil, observen la vida a través de la lente de El catalejo, una historia con dos
directoras, Marta Serra Muñoz y Violeta Lópiz (editorial Almadraba), que se
olvidan de ver para enseñarnos a mirar.
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