Cuando
uno busca desesperadamente el amor, generalmente, no lo encuentra. En cambio,
cuando nos dejamos llevar por los devaneos del azar, solemos chocamos de bruces
con alguien que, de pronto, nos llena de algo que desconocíamos.
Aunque
no negaré que muchas veces es cierto que la suerte (buena o mala, según se mire…)
juega con los sentimientos, otras tantas somos nosotros quienes colocamos obstáculos
en ese camino hacia el amor. Bien por nuestros complejos, bien por nuestro
pasado, bien por las lágrimas futuras, o bien por el miedo que asola a los
hombres, ralentizamos el ritmo que bombea la ilusión, esa que a veces se
marchita y no nos deja sentirnos vivos, no nos permite bailar al son del amor
real (que no ideal).
Relájense,
no idealicen esos tropezones repentinos, esos encuentros de película. No se
dejen minar por el mundanal ruido, uno que, sin focos, ni vestuario, luce de otra forma
sobre la gran pantalla, sobre las hojas de los libros como el que hoy les
traigo aquí. Uno donde Herman y Rosie
(escrito e ilustrado por Gus Gordon y editado por la editorial Corimbo en
castellano), gracias a los ligeros sonidos que cruzan la noche y la suerte de
la música, se encuentran entre las tenues farolas de una gran ciudad, una que,
con su sombra contundente, arrastra a los débiles por laberínticos callejones sin
salida y los embriaga de soledad.
Por
ello, no olviden este mensaje: a pesar de los moratones que recubren el
corazón, de los golpes y desilusiones, de las rupturas y los entierros, de las ya
olvidadas agencias matrimoniales, de las páginas y aplicaciones de móvil que
nos guían a la hora de encontrar pareja en el ciberespacio, de los amigos
casamenteros y otras celestinas, de las familias prejuiciosas y de otras tantas
miserias: no se olviden de soñar. La magia está en cualquier esquina, en la
cola del supermercado, en la gasolinera de la esquina, en la verbena del pueblo
y en las tiendas de manualidades. Recuerden que las medias naranjas están en la
calle, maduran por ahí fuera, crecen sobre los paseos, sobre las mimosas que
campan enfrente de la ventana, se pintan de brillantes colores, de dulces
sabores… Sólo hay que estirar un poco el brazo y cogerlas con una caricia.
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