Uno
es bastante curioso y se deja llevar por todo lo que le rodea.
Fíjense si he dado tumbos que, hace unos años, por culpa de mi
amigo Jordi y Gabriel, un alumno, me vi con los huesos en un curso de
ciento cincuenta horas de la lengua de signos española (abreviada
con las siglas LSE), y tengo que decirles que fue de esas cosas que
cambian a uno. He aquí mi experiencia.
Eramos
un grupo muy variopinto: algunos maestros, estudiantes de secundaria,
personas con pérdida auditiva, una madre oyente y su hijo sordo, un
matrimonio curioso y un servidor. Al mando de la clase, una sorda total (no hay mudos, hay hipoacusia). Todos en silencio y ella ni una palabra, sólo gestos. Nos
mirábamos sin saber qué decir, qué hacer. Ella seguía y sonreía.
No hay nada como aprender un idioma con un “nativo”: o te
sueltas, o no hay tu tía. Y al final, nos lanzamos y "signamos".
Lo
primero es que la LSE es una lengua con bastante historia (desde el
siglo XVI, ni más ni menos) y muy diestra (vaya, otra jodienda más
para un zurdo como yo)..., sí, sí, la mano derecha es la que
expresa, la que mayor movimiento tiene, mientras que la izquierda se
utiliza para apoyar en el significado. También hay que saber que
tiene sus reglas. Por ejemplo no existen ni los artículos ni
demasiadas conjunciones o preposiciones, priman sustantivos, verbos y
adjetivos y es bastante primaria. Es una lengua muy intuitiva, ya
que responde a lo evidente, por lo que su adquisición y la
progresión comunicativa es muy rápida (seguramente a esto se deba
que muchos primates son capaces de aprenderla), aunque también hay
que decir que se olvida con mucha facilidad (lo sé de buena tinta).
Aparte
del dactilológico (nuestro abecedario) y algunas otras reglas de
pura lógica, la LSE no es sólo icónica, sino que representa
gestualmente los motivos a comunicar, desarrolla la imaginación y
cuenta con una gran creatividad por parte del interlocutor, algo que
dentro del mundillo se conoce como “clasificar”. Por otro lado y
a pesar de esa creencia popular de que la lengua de signos es
universal, he de desmitificarselo, ya que cada región del globo
tiene su propia lengua de signos y es necesario conocer la lengua de
signos internacional (una especie de esperanto que comparte muchos
signos con el resto de lenguas) para poder hablar con sordos de todo
el mundo.
Cuando
uno se sumerge en el mundo de los sordos, descubre cierto encanto
(soy partidario de buscar el lado positivo a las desgracias que nos
trae la vida) en la comunicación no verbal y entiendo como muchos
sordos se niegan al audífono o al implante coclear, porque sin duda, esta lengua es la más indicada para expresar grandes emociones. Por ello y en loor a mis amigos, mis alumnos y el resto de sordos,
les invito a zambullirse en el mundo de los lenguajes no verbales con
el Mil orejas de Pilar Gutiérrez Llano (texto) y Samuel
Castaño Mesa (ilustraciones), un libro que recibió el Premio Bologna
Ragazzi en la categoría de “Nuevos Horizontes” y editado por
Libros del Zorro Rojo en nuestro país, no sólo para dar visibilidad
-con una sonrisa- a aquellos que nos descubren día tras día que hay
muchas formas de llamar a las cosas, sino que hay muchas otras cosas más
allá de las palabras.
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