Hoy me llevo a los alumnos de parranda, un sinónimo que
ellos utilizan a la hora de referirse a alguna visita institucional o salida al
campo. Y si hace un día como hoy, la jarana se eleva a ene, no sólo porque se
sienten más libres que cervatillos (eso de estar en el aula, es
contraproducente a su naturaleza de adolescentes saltarines), sino porque este
calorcete eleva el nivel de hormonas en sangre y el asunto se enfervoriza aún
más.
Siempre he dicho que los alumnos aprenden más fuera que
dentro de los centros educativos. Se topan con muchas realidades que de otra
manera sería imposible, entran en contacto con una naturaleza que les recibe de
lleno, desarrollan otras formas de aprendizaje y se establecen otros vínculos con
iguales -y diferentes, que un servidor tiene poco de crío- que les hacen
crecer. Lo sé y creo en ello de manera fehaciente. El laboratorio y los parajes
de España fueron las aulas de mi enseñanza universitaria, y ha pasado a ser
algo que fomento desde bien temprano en esta profesión donde abundan los
docentes estáticos.
Es esa obligación de enfrentarse al mundo la que nos
capacita como seres vivos. Rodearnos de lo desconocido y ponerle cara a lo teórico
son destrezas que debemos potenciar en un mundo cada vez más individualista,
cada vez más egoísta, a pesar de redes sociales y otras relaciones bastante
ficticias. El yo y el resto deben convivir (o al menos intentarlo), y es una
razón por la que los maestros, los padres, seguimos siendo imprescindibles.
Empujar es nuestra tarea. No les diré si suavemente o de forma brusca, ni si
debemos hacerlo con una sonrisa o imponiendo nuestra ley, si en masa o uno por
uno, pero hay que hacerlo, queramos o no.
Y así llego a uno de los libros más hermosos de los últimos
años, El gran gris, otro de esos
álbumes deliciosos a los que nos tiene acostumbrado Jörg Müller (ya saben, el
de El soldadito de plomo), esta vez junto
a la prosa de Jörg Steiner, y que fue publicado por primera vez por Lóguez en
2004. Es un libro sobrio y elegante, bastante formal diría yo, pero con una
fuerza narrativa exquisita, no sólo por una estructura en la que se aúnan
recursos propios del cómic y diferentes altibajos rítmicos, sino por esa
historia intergeneracional en la que me siento identificado cada vez que me
toca alternar más de una hora seguida con mis alumnos de los que siempre aprendemos uno y otros.
En su discurso sobre elecciones y libertad que puede dar
para mucho por todas las capas discursivas que entraña, dos conejos coinciden en
un mundo natural lleno de vicisitudes. Las escenas se suceden, unas veces a
doble página, otras a modo de viñetas sin calles, e incluso verticales,
elaboran una historia en la que unas veces te detienes a contemplar y otras sientes
el vértigo de una acción enmarcada en bellos paisajes que recuerdan a los
bosques de la pintura flamenca.
Un libro hermoso y diferente en el que Müller utiliza
composición y luz de una forma magistral (la imagen de la tapa en la que la
luna llena ilumina a los protagonistas en mitad de la noche es muy cautivadora) que nos acerca de nuevo a un universo donde la perspectiva cinematográfica es más
que patente, y es suficiente para decirles que están invitados a este viaje
iniciático aderezado con aventura y aprendizaje.
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