jueves, 2 de mayo de 2019

Querido pueblo minero...



Si el otro día me quejaba de mis rutinas laborales (ya saben que en este país, al que no se queja le llueven todos los marrones), ayer, Día del trabajo, me dio por pensar que soy bastante afortunado. Mire usted, hecho la mayor parte del jornal en horario matutino, sólo de lunes a viernes, libranza los fines de semana y fiestas de guardar, unas vacaciones bastante holgadas (ojito con lo que van a decir porque les aviso de que otros, véanse como ejemplo los funcionarios de prisiones, sólo trabajan un tercio del año) y un sueldo que no está nada mal. Dicen que lo peor que tenemos son los alumnos, algo con lo que no comulgo, pues bien sabe Dios que mi cruz suelen ser la burocracia, los equipos directivos, los orientadores y los compañeros gandules.
Evidentemente, la cosa depende del centro donde caigas. Como buen docente (de la pública, of course) he estado en un puñado de centros a lo largo de mi carrera profesional, siete para ser más exactos. En cada uno de ellos me he topado con gentes diferentes, y por tanto, he visto de todo. De cada sitio te quedas con ideas variopintas, actividades, formas de enseñar y aprender. Te vas impregnando poco a poco de cierto germen educativo que desembocará en un modus operandi propio y personal que acarrearás hasta la jubilación (e incluso después).
Aunque a todos ellos les tengo mucho aprecio, si tuviera que elegir aquel que más me ha aportado hasta el momento en el aspecto laboral, ese sería el instituto de Almadén en el que estuve cuatro años. ¡Anda que no me avisaron veces que podía buscar otro lugar! Pero nada, yo desoí a los partidarios de las comisiones de servicio (mal empleadas) y de las expectativas (quería decir “encerronas”) de destino, y allí que me zampé.


La mina de mercurio más grande del mundo se encontraba bajo el cerro sobre el que se había ido diseminando el pueblo, uno con cierta solera, pues algunos edificios como la antigua escuela de minas (la más antigua de España pues data de 1777), su plaza de toros hexagonal o el hospital de mineros de San Rafael tenían mucha enjundia. Todavía estaba en desmantelamiento pero parte de la explotación estaba abierta al público, sobre todo la que databa de la época romana -ya se extraía el cinabrio en tiempos de Estrabón, Vitrubio y Plinio-, las infraestructuras árabes (de ahí el nombre del pueblo), también el baritel de San Andrés y el horno de aludeles. Y por supuesto todo lo que me rodeaba. Las dehesas se extendían ante mí. Pastos, encinas y alcornoques. Agua a raudales durante el invierno y en verano, el crudo estiaje. El pueblo entero olía a guarrillo. Mmmm, ¡qué rico...! Pero, ¡ay, amigos! Hay algo en un pueblo minero que no les puedo contar porque me echaría a llorar, así que les traigo un libro que creo les puede ayudar a comprenderlo.


Llevaba tiempo esperando que este libro se editase en castellano y así lo ha hecho Ekaré con el buen gusto que la caracteriza. Pueblo frente al mar es un álbum de Joanne Schwartz y Sydney Smith que narra el día a día de una familia de un minero. La historia es narrada por su hijo mayor, un chico que le encanta mirar el mar, un océano que se encuentra encima de la mina de carbón a la que cada día acude su padre a trabajar.


Si hay algo que llama la atención sobre todo lo demás, es la luminosidad de unas páginas que no parecen hablar de muertes y tragedias bajo tierra provocadas por el grisú y el hundimiento de las galerías, sino de un canto hacia la esperanza que, con cierta resignación, hablan de lo bello y lo humano. El brillo de las olas, la brisa sobre la tumba del abuelo, la claridad que inunda los hogares… Todo es sumamente hermoso.


Asimismo, llama poderosamente la atención un texto poético y enérgico en el que se hace una denuncia social sobre las condiciones de los trabajadores y donde se describen los pormenores de los perforistas, sus largos jornales, los peligros a los que se exponen (Nota: Sobrecogen las imágenes donde la gran masa negra de tierra se ciñe sobre las cabezas de los obreros. Una composición más que acertada) y la normalidad con la que se enfrentan sus familias al peligro diario.


Sin embargo, frente a esta idea también hemos de notar lo decrepito de un pueblo donde se crea riqueza (La pregunta es: ¿A costa de qué?), unos hogares tan desangelados y paupérrimos como la propia mina, las calles desiertas, sin vida. Porque al fin y al cabo, los pueblos mineros son así, tristes. Se lo digo yo, que viví en uno de ellos.


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