Sin mucho preámbulo hoy me meto en harina ipso facto para
hablarles de Zlateh, la cabra y otras historias,
un clásico de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de literatura, ilustrado por
Maurice Sendak y reeditado por Kalandraka bajo su nombre original (la antigua
edición de Lumen llevaba como título Cuentos
judíos de la aldea de Chelm). Este libro es un conjunto de siete historias
originales de este autor de origen polaco nacionalizado estadounidense que
fueron originalmente escritas en yiddish, la lengua hablada por los judíos ashkenazí
de origen europeo.
Publicado por primera vez en 1966, estos cuentos podrían
encuadrarse en los cuentos modernos, esa subfamilia de cuentos que, aunque
conservan la estructura original de los clásicos, contienen elementos
narrativos y estéticos propios de la literatura escrita, y que tienen como principal
exponente a H. C. Andersen.
Llama mucho la atención el tono crítico de estas historias
por muchas razones…
En primer lugar, Bashevis Singer no eligió al libre albedrío
el nombre de esta aldea en la que se desarrollan las historias. Chelm existe y,
aunque es más grande que la shteitl de la que nos habla el autor, está
considerada en el humor judío como la capital de la locura. De ahí que muchas
de estas historias sean absurdas e inverosímiles, en definitiva, humanas.
Se agradece el tono local, esos rifirrafes entre vecinos que,
aunque un tanto lejanos, se parecen mucho a los del rellano de mi escalera. Muchos de los libros para niños de nuestros
días carecen de color local, de encanto étnico. Los autores tratan tan
intensamente de ser internacionales -para producir una mercancía del gusto de
todos- que no atraen a nadie. Se justificó Singer años después.
En segundo lugar es curioso que un hombre educado en un Jéder
e hijo de un rabino jasídico (judaísmo ortodoxo) a cargo de una de las
sinagogas del gueto de Varsovia, ironice tanto con los religiosos de estas historias,
los siete ancianos de Chelm, una especie de sabios ignorantes que ofrecen al
resto de los habitantes de esta aldea más quebraderos de cabeza que soluciones.
Una sorna que resuena a la decepción que sufrió un joven Singer mientras
contemplaba con impotencia la Shoá, un genocidio que ni la religión ni el
sentido común pudo parar.
Me encanta lo que destilan estos relatos, más todavía cuando observas con detenimiento las imágenes del genio Sendak, unas de las que en principio Singer quería prescindir, pues pensaba que la palabra era suficiente para estimular la imaginación del lector.
Aunque Sendak utilizaría este mismo estilo para los dos
volúmenes de El enebro y otros cuentos de
Grimm (1973), se observa claramente un acercamiento emocional en las que
acompañan estas historias. Sus dibujos son tiernos y emotivos. También están
llenos de fuerza. Hay paisajes hermosos, escenas dramáticas, se llenan de multitud
de referencias a la cultura judía, una a la que pertenecía y en la que había
sido educado y por la que, quizá por vez primera, dejaría a un lado su mirada
crítica y sus maneras grotescas para internarse en un profundo viaje a sus
raíces.
Tanto fue así que, un poco perdido ante la tarea de ilustrar
estos relatos acudió a sus padres en busca de ayuda. Ellos le facilitaron el
álbum en el que guardaban celosamente las fotos de sus antepasados, casi todos
fallecidos durante la Segunda Guerra Mundial. El autor no conoció a la mayoría,
pero decidió inspirarse en las fotos de sus tías y tíos que encontró en estos álbumes
de familia (yizkor para los judíos, el duelo privado) y crear los personajes de
esta obra, una especie de tributo a un pasado que nunca conoció.
Allí estaban las
fotografías que tenía mi padre de sus hermanos menores, todos elegantes y todos
de aspecto interesante. Las mujeres con su cabello largo y adornado con flores.
Yo iba de un extremo a otro del álbum eligiendo algunas imágenes de los
parientes de mi madre y algunas de los de mi padre, dibujándolos con mucha
agudeza. Y ellos lloraron. Y yo lloré. Eso pasó así. Y aún es así. Contaría
Sendak años después.
También explicó que basó el personaje de Atzel, el
protagonista de El paraíso del necio,
en un retrato de su abuelo que todavía conservaba y que no estaba exento de
anécdota, pues en pleno delirio debido a las fiebres de la escarlatina Traté de alcanzar la foto y empecé a
hablarle en yiddish. Mi madre estaba petrificada… Quitó la foto de la pared
para alejarla de mí y la rompió en cien pedazos… Cuando ella murió, encontramos
los restos: los había metido en papel de seda, ella no pudo deshacerse de
ellos. Lo restauré y ahora cuelga de
nuevo en mi habitación, en un marco ovalado diferente.
Quizá sea este sea el Sendak más sereno de todos, un Sendak
que también hay que conocer y disfrutar.
Este libro es una maravilla. Léanlo y opinen sobre estas
historias. Mis favoritas son El primer
Shlemiel y Zlateh, la cabra. La
primera es una narración en tono irónico (empecemos diciendo que, como bien nos
dice Singer al principio de esta historia, shlemiel, significa “tonto” o “incompetente”),
con mucho humor, que habla de la (buena o mala) suerte de los pobres y gandules,
de la vida de pareja, de sus miserias y bondades.
La segunda es una hermosa oda
a la amistad con cierto tono crítico hacia las tradiciones religiosas que bien
merece una sosegada lectura. (N.B.: Tanto
es así que fue llevada la gran pantalla por Weston Woods en 1974).
En definitiva, háganse con él, pues habla de muchas cosas
que merecen ser leídas por pequeños y mayores.
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