miércoles, 30 de octubre de 2019

Recuperando joyas



Sin mucho preámbulo hoy me meto en harina ipso facto para hablarles de Zlateh, la cabra y otras historias, un clásico de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de literatura, ilustrado por Maurice Sendak y reeditado por Kalandraka bajo su nombre original (la antigua edición de Lumen llevaba como título Cuentos judíos de la aldea de Chelm). Este libro es un conjunto de siete historias originales de este autor de origen polaco nacionalizado estadounidense que fueron originalmente escritas en yiddish, la lengua hablada por los judíos ashkenazí de origen europeo.
Publicado por primera vez en 1966, estos cuentos podrían encuadrarse en los cuentos modernos, esa subfamilia de cuentos que, aunque conservan la estructura original de los clásicos, contienen elementos narrativos y estéticos propios de la literatura escrita, y que tienen como principal exponente a H. C. Andersen.


Llama mucho la atención el tono crítico de estas historias por muchas razones…
En primer lugar, Bashevis Singer no eligió al libre albedrío el nombre de esta aldea en la que se desarrollan las historias. Chelm existe y, aunque es más grande que la shteitl de la que nos habla el autor, está considerada en el humor judío como la capital de la locura. De ahí que muchas de estas historias sean absurdas e inverosímiles, en definitiva, humanas.
Se agradece el tono local, esos rifirrafes entre vecinos que, aunque un tanto lejanos, se parecen mucho a los del rellano de mi escalera. Muchos de los libros para niños de nuestros días carecen de color local, de encanto étnico. Los autores tratan tan intensamente de ser internacionales -para producir una mercancía del gusto de todos- que no atraen a nadie. Se justificó Singer años después.


En segundo lugar es curioso que un hombre educado en un Jéder e hijo de un rabino jasídico (judaísmo ortodoxo) a cargo de una de las sinagogas del gueto de Varsovia, ironice tanto con los religiosos de estas historias, los siete ancianos de Chelm, una especie de sabios ignorantes que ofrecen al resto de los habitantes de esta aldea más quebraderos de cabeza que soluciones. Una sorna que resuena a la decepción que sufrió un joven Singer mientras contemplaba con impotencia la Shoá, un genocidio que ni la religión ni el sentido común pudo parar.


Me encanta lo que destilan estos relatos, más todavía cuando observas con detenimiento las imágenes del genio Sendak, unas de las que en principio Singer quería prescindir, pues pensaba que la palabra era suficiente para estimular la imaginación del lector.
Aunque Sendak utilizaría este mismo estilo para los dos volúmenes de El enebro y otros cuentos de Grimm (1973), se observa claramente un acercamiento emocional en las que acompañan estas historias. Sus dibujos son tiernos y emotivos. También están llenos de fuerza. Hay paisajes hermosos, escenas dramáticas, se llenan de multitud de referencias a la cultura judía, una a la que pertenecía y en la que había sido educado y por la que, quizá por vez primera, dejaría a un lado su mirada crítica y sus maneras grotescas para internarse en un profundo viaje a sus raíces.


Tanto fue así que, un poco perdido ante la tarea de ilustrar estos relatos acudió a sus padres en busca de ayuda. Ellos le facilitaron el álbum en el que guardaban celosamente las fotos de sus antepasados, casi todos fallecidos durante la Segunda Guerra Mundial. El autor no conoció a la mayoría, pero decidió inspirarse en las fotos de sus tías y tíos que encontró en estos álbumes de familia (yizkor para los judíos, el duelo privado) y crear los personajes de esta obra, una especie de tributo a un pasado que nunca conoció.
Allí estaban las fotografías que tenía mi padre de sus hermanos menores, todos elegantes y todos de aspecto interesante. Las mujeres con su cabello largo y adornado con flores. Yo iba de un extremo a otro del álbum eligiendo algunas imágenes de los parientes de mi madre y algunas de los de mi padre, dibujándolos con mucha agudeza. Y ellos lloraron. Y yo lloré. Eso pasó así. Y aún es así. Contaría Sendak años después.



También explicó que basó el personaje de Atzel, el protagonista de El paraíso del necio, en un retrato de su abuelo que todavía conservaba y que no estaba exento de anécdota, pues en pleno delirio debido a las fiebres de la escarlatina Traté de alcanzar la foto y empecé a hablarle en yiddish. Mi madre estaba petrificada… Quitó la foto de la pared para alejarla de mí y la rompió en cien pedazos… Cuando ella murió, encontramos los restos: los había metido en papel de seda, ella no pudo deshacerse de ellos. Lo restauré  y ahora cuelga de nuevo en mi habitación, en un marco ovalado diferente.
Quizá sea este sea el Sendak más sereno de todos, un Sendak que también hay que conocer y disfrutar.


Este libro es una maravilla. Léanlo y opinen sobre estas historias. Mis favoritas son El primer Shlemiel y Zlateh, la cabra. La primera es una narración en tono irónico (empecemos diciendo que, como bien nos dice Singer al principio de esta historia, shlemiel, significa “tonto” o “incompetente”), con mucho humor, que habla de la (buena o mala) suerte de los pobres y gandules, de la vida de pareja, de sus miserias y bondades. 
La segunda es una hermosa oda a la amistad con cierto tono crítico hacia las tradiciones religiosas que bien merece una sosegada lectura. (N.B.: Tanto  es así que fue llevada la gran pantalla por Weston Woods en 1974).
En definitiva, háganse con él, pues habla de muchas cosas que merecen ser leídas por pequeños y mayores.



No hay comentarios: