Estaba yo ordenando libros, cuando de repente me topé con Mary Poppins. Le quité el
polvo con un buen bufido y empecé a pasar las páginas de este clásico de la LIJ
(Sí, señores, porque Mary Poppins es
un libro, mejor dicho, una serie de libros, y no la película de Disney que ha
sido llevada dos veces a la pantalla y de las cuales, por elegir alguna, me
quedo con la primera). Al final terminé por coger asiento y releerlo, en vez de
continuar con la tediosa tarea del orden y el concierto.
La verdad es que esta obra de P. L. Travers tiene su aquel. Es
bastante desconcertante que una señora a caballo entre un sargento coronel, una
institutriz, un hada y una pirada, guste a niños y no tan niños.
Parece ser que P. L. Travers se basó en rasgos de su propia
personalidad para dar vida a un personaje que no deja indiferente, pues como
cuentan los cronistas de esta australiana afincada primero en Irlanda y luego
en Inglaterra, Pamela Lyndon Travers (llamada en realidad Helen Lyndon Goff)
era de todo menos una hermanita de la caridad.
Según apuntan sus biógrafos, la autora de una de las novelas
más leídas de la Literatura Infantil durante el siglo pasado, quedó huérfana de padre,
un empleado de banca alcohólico, a los siete años. A tenor de las tendencias suicidas
de su madre, tuvo cuidar de sus dos hermanas (el nombre de Mary Poppins nació de las
historias que inventó para ellas) y buscarse la vida como pudo. Ya crecidita emigró al viejo continente para continuar su gira como actriz en una compañía de teatro
clásico, y una vez allí, empezó a publicar sus trabajos literarios en
publicaciones periódicas bajo el sobrenombre de P. L. Travers, parapetándose
tras unas iniciales como muchas escritoras de la época. Vamos, que esta tía fue una
superviviente.
Quizá de ahí el carácter errante de la protagonista de sus
libros (Mary Poppins solo hay una, pero con cinco secuelas y otras tantas
historias detrás de ella), una que va y viene a merced de los vientos, que se
presenta de súbito en las casas ajenas, que organiza su vida como le da la real
gana, e intenta disfrutar al máximo de los días y sus circunstancias sin
importarle demasiado el camino, más bien el recorrido.
Cuentan que la autora sacó de quicio al mismísimo Walt Disney mientras
negociaban la cesión de derechos (vean la película Saving Mr. Banks para más datos sobre este episodio), que se puso a
llorar de rabia cuando vio la versión cinematográfica de su apreciada obra mientras sollozaba “¿Qué ha sido de mi Mary Poppins?” (N.B.: Alguien que supo ver
hace 50 años el daño que la factoría de este señor produciría sobre la imagen
que los niños y la sociedad tienen hoy sobre la Literatura Infantil, tiene
mucho mérito). También dicen que mantuvo una supuesta relación lésbica con una tal Madge Burnand
con la que vivió más de treinta años. Y que no le tembló la mano al separar a su
hijo adoptivo Camillus de un hermano gemelo y el resto de su familia (la década de
1940 no era la de hoy…) para mandarlo posteriormente a un internado (ojito...).
Sin embargo, todo ello no es óbice para denostar una obra
que sigue teniendo mucho de subversivo, como todos los buenos libros para
niños, pues la señorita Poppins, como la propia Travers, desafía los
convencionalismos de un mundo adulto que desea imponer su ley a toda costa. Se
ríe a carcajada limpia de todos los adultos aburridos con una seriedad impía que trasciende la
cortesía y cualquier otra pose (a más de uno le haría falta leérselo para
dejarse de postureos y amaneramientos), y valora a aquellos de espíritu libre y tan exóticos como ella.
Por otro lado, me encanta que Mary Poppins no trate a los niños como si
fueran cachorritos indefensos, sino que les propina las salidas de tono que esperaríamos de
una niñera de verdad, como la de ese pasaje en el que Michael intenta abrazarla
y ella se revuelve soltando un "No soy una sardina en una lata" (si
no la entienden, háganse cargo de unos cuantos críos y verán lo que dura su
paciencia). Ni mayores ni pequeños: no deja títere con cabeza.
Seguramente si fuera tan guapa como Julie Andrews, se lo
perdonaríamos y pasaríamos página, pero como la Mary real no es la quintaesencia de la feminidad,
como bien se recoge en las ilustraciones de la obra original de Mary Shepard,
hija de Ernest H. Shepard, el que dibujó a Winnie-the-Pooh, nos llama la atención y engancha. Ella es “delgada, de manos y pies grandes”,
desgarbada, no se interesa por la moda y no muy agraciada. Diferente y
estrambótica. ¿Acaso no debería gustarnos eso? ¡Que estamos hartos de
personajes uniformes y ñoños!
Vamos, que Mary
Poppins lo tiene todo, que me encanta, y no sé porqué el tiempo ha castigado este libro excelente. Léanlo y déjense llevar por él. Créanme. Y a Mary Poppins, también.
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