Vincent Van Gogh
Contra los clubs de lectura ha sido el artículo de Alberto Olmos que ha generado cierta polémica en torno a una práctica de lectura compartida muy extendida durante los últimos años. Y como no podía ser de otra manera, desde aquí me uno al circo con un breve post.
Para empezar he de decir que solo he participado tres veces en un club de lectura y todas ellas han sido dentro del contexto escolar. La primera fue hace más de quince años en Motilla del Palancar. Un compañero de Lengua y Literatura nos animó a leer tres libros a lo largo del curso y comentarlos durante un recreo. La segunda ejercí de organizador. Era el bibliotecario escolar del IES Mercurio (con ese nombre, adivinen la ubicación…) y me tuve que poner al quite con todos los entresijos. El último club de lectura surgió de manera espontánea con un grupo de alumnos.
Si bien es cierto que todas ellas fueron experiencias muy satisfactorias de las que aprendí bastante, también me permitió valorar algunas cuestiones de estos clubs que, como cualquier otra fórmula de lectura compartida, adolecen de ciertos puntos flacos (si es que así los podemos llamar) que conviene apuntar.
En primer lugar hay que decir que cualquier club de lectura siempre toma una dirección concreta. El género literario, el grupo al que se dirige o los intereses personales de los asistentes condicionan la selección de obras que se van a leer. Esto no quiere decir nada. Simplemente es. Como un club de rol, uno de esgrima u otro de dibujo. Todo depende de nuestros intereses y lo eclécticos (o no) que seamos. Probablemente, si eres de esas personas que un día leen realismo mágico, otro, cómic erótico y el fin de semana, novela negra, no querrás pertenecer a ningún club más que al tuyo propio.
También hay que hablar de quién dirige cada club de lectura, pues podemos discrepar de los criterios que se siguen a la hora de elegir los libros (mayor o menor calidad, complejidad u orientación del posterior debate) y decidir, tras la primera lectura, que nos quedamos en el brasero con Dostoievski.
En segundo lugar, hacer de la lectura un acto social puede ser un hallazgo para muchas personas. Darse cuenta de que intercambiar opiniones y pareceres sobre una novela o un poemario es muy enriquecedor, no solo por las coincidencias en percepciones estéticas, sino por las discrepancias con otras experiencias lectoras, es muy saludable. Pero también puede ser un arma de doble filo para aquellos que gustan de una lectura íntima y reflexiva. Hablar en voz alta de nuestro reflejo, de nuestra mirada, puede ser contraproducente. No todo el mundo está preparado para escuchar ciertas opiniones.
Mucha gente se inscribe en los clubes de lectura para obligarse a leer, para marcarse un objetivo. Esa periodicidad de los clubes de lectura semanales, mensuales o trimestrales ayuda mucho a todos aquellos que necesitan un empujón en aquello que Ramón y Cajal llamaba los tónicos de la voluntad, para tomarse esto de los libros como la operación bikini o un reto absurdo de Instagram. Las expectativas también son un acicate, sobre todo cuando alguien coge carrerilla en la lectura y empuja a los demás a continuar hasta el final.
Todo esto está fenomenal, pero caben unas preguntas: ¿Leemos porque queremos o el postureo de la lectura vuelve a la carga? ¿Es la masa la que nos incita a leer o nuestros propios deseos? ¿Se construye el hábito lector tras acudir a un club de lectura o, como las dietas de adelgazamiento, aparcamos los libros cuando las abandonamos?
No debemos olvidar que muchos clubes de lectura nacen al amparo de las librerías y las editoriales, lo que eleva esta práctica a una estrategia comercial. Prueba de ello son los encuentros con autores que muchas editoriales, sobre todo las grandes marcas, utilizan como reclamo, como premio, a cambio de una compra sustancial de este o aquel autor. ¿Podríamos denominarlo "monopolio encubierto"?
Por otro lado, cuando una entidad, pública o privada, está comprando un lote de treinta libros de un mismo título, en realidad también está sacrificando la diversidad de un fondo con tal de contentar a ese grupo. Esto es algo de lo que me di cuenta hace muchos años cuando, atónito, contemplaba los casi cuarenta volúmenes de un libro mediocre de Sierra i Fabra que llenaban dos baldas de una biblioteca escolar en la que no había ni un solo ejemplar de obras avaladas por la crítica o el canon. Llámalo lectura cuando te refieres a pobreza intelectual.
Para terminar, una aclaración. Alberto Olmos apunta al carácter femenino de los clubes de lectura. Sí, lleva razón, pero es más que evidente que, en la actualidad, la lectura es una cosa de mujeres. Da igual que acudan a un club o no. Que las mujeres leen más que los hombres es un hecho. Mejor para ellas y peor para nosotros. Leamos en grupo o sin él.
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