lunes, 10 de marzo de 2008

Inmigrantes


Aprovechando el buen oraje, el pasado sábado hice uso de mis extremidades inferiores y de la tarjeta de crédito, acercándome así al centro comercial de la ciudad para regalarme algún que otro capricho (no sé que es peor, si los libros o el tabaco… sin duda, fumar). Recorrí un par de librerías y me encontré de bruces con un título que siempre me había apetecido “poseer” (hablando de libros: empiezo a parecerme al pobre Gollum y su codicia enfermiza…), La isla, de Armin Greder.
La isla narra los avatares de una historia de los que muchos participan a diario, de los que temen: a lo desconocido, a los que vienen, a los que llegan, a los inmigrantes. Es una gran historia sobre la visión que se tiene acerca de la figura del inmigrante, de los prejuicios, de las percepciones en la sociedad de masas, del miedo, de lo triste de la vida.

He de reconocer que nunca he trabajado con ese libro, no porque sufriese de una aversión patológica hacia él, simplemente porque me parecía demasiado oscuro, lúgubre... Impactan sus ilustraciones que, combinadas con el texto, son verdaderamente tétricas. Es cierto que esta estética ayuda, de manera bastante eficaz, a transmitir la atmósfera del relato, pero su verdadera esencia es la conjunción entre imágenes y palabras, demasiado aplastante, lo que la convierte, en cierto modo, en una obra para adultos.

No soy partidario de proteger a la infancia frente a las realidades cotidianas, ni tampoco creo que la crueldad sea una cualidad exclusiva del individuo adulto corrompido por los años. Los niños se relacionan en una parte del mundo equivalente al mundo adulto, por lo que la sobreprotección frente a diversas situaciones es ambigua y estúpida. Que el niño sea consciente de lo que ocurre a su alrededor es casi una exigencia, por lo que mermar esa percepción, no sólo es infame, sino reprochable por ese niño que, tras crecer, nos dirigirá la mirada y dirá: “Nunca te perdonaré todas aquellas mentiras con las que encubriste la realidad”.
No pretendo emitir dictámenes tan categóricos, pero tome el lector por válida la sencilla idea de que los niños y niñas de hoy serán los hombres y mujeres del mañana y se les ha de preparar para ello, por lo que librarlos enteramente de su realidad es un acto de egoísmo por parte del adulto encargado de su educación. No olvide que, con las risas y lágrimas del hoy, cimentamos el mañana.

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