El mundo de la docencia se encuentra inmerso en plena época de evaluaciones (sobre todo aquellos de sus integrantes dedicados a la Educación Primaria y Secundaria). El pan de cada día se transforma en corregir cuadernos (no hay nada que más odie de mi profesión), valorar las intervenciones, corregir los ejercicios entregados durante el periodo evaluado, calificar exámenes, valorar actitudes (y aptitudes) y, cómo no, estampar un número que, los alumnos, o bien acarrearán a sus casas como sacos de cebada (ese insuficiente indeseable…), o bien serán livianos como briznas de paja (calificaciones iguales o superiores al esperado “cinco”).
Trazar sobre el cuaderno de notas ese número que valore la situación académica de cualquier alumno, siempre se me ha hecho una tarea demasiado difícil. Mi conciencia creo que no está preparada para juzgar, no por carente de justicia, sino por falta de osadía. Las conciencias de aquellos llamados “maestros” (palabra hermosa donde las haya, a pesar de que muchos docentes de las enseñanzas medias se empeñen en destronarla de su, por lo general, limitado vocabulario) deben ser valientes y justas. Calificar no es apelar a la costumbre maniquea de lo correcto o lo incorrecto, del blanco o el negro, o el todo o nada; calificar es un compendio de cualidades, valoraciones y decisiones que repercuten directa e indirectamente sobre el presente y futuro de aquel llamado pupilo o alumno (N.B.: No vea el lector tremendismo en mis palabras. Siendo realista, uno observa que cualquier dedicación laboral tiene sus repercusiones sobre quién la lleva a cabo y actúa en sus próximos, de ahí la responsabilidad civil de cada oficio).
Muchos se empeñan en decir (sobre todo psicólogos y pedagogos, muy doctos en todo lo que sea dibujar razonamientos laberínticos que la humanidad ha estudiado por sí misma en el transcurso de su existencia) que el oficio de enseñar termina en la calificación, en el juicio, a lo que yo me opongo firmemente. Por ello, digo que, enseñar, comienza calificando, transcurre calificando y termina calificando. Y muchos pensarán entonces que valoro el prejuicio sobremanera, que omito el proceso de evaluación y juzgo sin razón. A lo que yo contesto, sí, como lo hicieron conmigo todos los verdaderos maestros que tuve. Todos aquellos que juzgaron mis aptitudes, enjuiciaron mis conocimientos, sojuzgaron mis defectos y tuvieron en cuenta todo lo que había aprendido y me quedaba por aprender.
Y aprovechar, desde aquí, mi sincero agradecimiento a todos ellos, los maestros y maestras que me calificaron previamente, que confiaron en todas mis características humanas que me validaron como óptimo estudiante y que no esperaron a determinar, a posteriori de los resultados, mi validez para ser persona, sino que, de antemano supieron que lo era.
Trazar sobre el cuaderno de notas ese número que valore la situación académica de cualquier alumno, siempre se me ha hecho una tarea demasiado difícil. Mi conciencia creo que no está preparada para juzgar, no por carente de justicia, sino por falta de osadía. Las conciencias de aquellos llamados “maestros” (palabra hermosa donde las haya, a pesar de que muchos docentes de las enseñanzas medias se empeñen en destronarla de su, por lo general, limitado vocabulario) deben ser valientes y justas. Calificar no es apelar a la costumbre maniquea de lo correcto o lo incorrecto, del blanco o el negro, o el todo o nada; calificar es un compendio de cualidades, valoraciones y decisiones que repercuten directa e indirectamente sobre el presente y futuro de aquel llamado pupilo o alumno (N.B.: No vea el lector tremendismo en mis palabras. Siendo realista, uno observa que cualquier dedicación laboral tiene sus repercusiones sobre quién la lleva a cabo y actúa en sus próximos, de ahí la responsabilidad civil de cada oficio).
Muchos se empeñan en decir (sobre todo psicólogos y pedagogos, muy doctos en todo lo que sea dibujar razonamientos laberínticos que la humanidad ha estudiado por sí misma en el transcurso de su existencia) que el oficio de enseñar termina en la calificación, en el juicio, a lo que yo me opongo firmemente. Por ello, digo que, enseñar, comienza calificando, transcurre calificando y termina calificando. Y muchos pensarán entonces que valoro el prejuicio sobremanera, que omito el proceso de evaluación y juzgo sin razón. A lo que yo contesto, sí, como lo hicieron conmigo todos los verdaderos maestros que tuve. Todos aquellos que juzgaron mis aptitudes, enjuiciaron mis conocimientos, sojuzgaron mis defectos y tuvieron en cuenta todo lo que había aprendido y me quedaba por aprender.
Y aprovechar, desde aquí, mi sincero agradecimiento a todos ellos, los maestros y maestras que me calificaron previamente, que confiaron en todas mis características humanas que me validaron como óptimo estudiante y que no esperaron a determinar, a posteriori de los resultados, mi validez para ser persona, sino que, de antemano supieron que lo era.
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