El español tiene alma de emigrante –no más que ninguna otra nacionalidad: la necesidad mueve al coraje-, bien lo saben todos que los marcharon lejos de esta patria. Aunque si lo pienso bien, todos somos emigrantes, unos van y otros vienen, así es el dinamismo de la raza humana, migratoria in extremis.
Hace días dediqué uno de estos escritos a los inmigrantes, y hoy le llega el turno al emigrante. Emigrante e inmigrante son la misma cara de una misma moneda con una distinta denominación de origen… ¡Lo que hará la percepción!... El emigrante se define a sí mismo, a los inmigrantes los definen los demás (creo que ahí reside la gran duda del escolar: todavía no conozco a ningún alumno que haga correcto uso de esta semántica…). De está sutil diferencia ha nacido el presente texto.
Si un país puede jactarse de ser patria de emigrantes ese es, sin discusión, Australia (con el perdón de los Estados Unidos de Norteamérica, claro está). El país-continente ha hecho lo posible por albergar a todo aquel que necesite… cualquier cosa… vamos: un lugar donde caerse muerto, hablando pronto y mal. De hecho, muchas de las veces, la economía del gigante australiano, más que de marsupiales y aborígenes, depende de oleadas de emigrantes que arriban a sus costas. Su sentimiento es tal, que además de no poner pegas a la supervivencia de la raza humana, se educa al habitante en la idiosincrasia de esta dualidad de estigmas (en este punto, una apreciación: sólo falta la atiplada voz de Don Juan Valderrama acompañando esta disertación), porque el emigrante, más que sendas patrias, yo diría que no posee ninguna. A lo que iba…: si algún autor puede hablar de emigración, este debería ser australiano, por ello, la obra de Shaun Tan, Emigrantes, es imprescindible llegados a este punto.
Seguramente sea “una rendija en el tiempo por la que entran los recuerdos como un océano” (Sam Savage).
No hay comentarios:
Publicar un comentario