Odio los grandes eventos sociales. Todo lo que tenga que ver con lentejuelas, champán barato, ínfulas aromáticas, besos insulsos varios, sonrisas de quita y pon y compromisos sin fuste, no está hecho para mí. Será que reniego de este mundo absurdo o que quizá lo comprenda… No puedo evitar el esbozo de una sonrisa cuando recuerdo esas bodas de todo a cien que se gastan en estos tiempos: bodorrios, bodrios y borrachos (por no hablar de boato, bochorno y botulismo, también presentes en asuntos de este tipo).
Mi última boda (como asistente, claro está... uno no puede permitirse vaciarse la buchaca en pro de semejante fanatismo social) aconteció en el agosto pasado. De índole familiar y con muchos invitados (dato importantísimo, créame), fue una reunión sin desperdicio. Me recordó a un teatrillo de colegio, de esos de cartón piedra, dueño de lo absurdo y la comedia, donde habitan personajes de lo más peculiar: el perro y el lobo feroz, la abuelita y los cinco cerditos… Polichinelas, títeres y marionetas trabajando en el espectáculo circense más descabellado que he visto. En fin: anecdótico, dejémoslo ahí.
También denotaré algo más: es de agradecer el estar invitado a semejante fatuidad pero lo verdaderamente sorprendente es que, los que se unen, pretenden que contribuyas a ese… eterno amor, con un presente (N. B.: algunos se conforman con darte la noche y no exprimirte la billetera, todo un detalle). Y si hay que regalar, se regala. Unas veces regalo dosis de humor (muy necesarias para la vida en común), otras, contracciones musculares (también útiles en ciertas ocasiones… y posturas) y las menos, palabras.
Esta vez tocaron palabras. Las palabras de Davide Cali y Serge Bloch en El hilo de la vida. Las creí apropiadas para la ocasión. Palabras sinceras, pequeñas, vitales, realistas y cotidianas. Palabras enlazadas por una hebra de lana roja que frunce y borda los avatares de la vida. Palabras como “beso”, “pastel”, “carta”, “ella” y “perdón”, palabras que encontramos tras las páginas de nuestro transcurrir.
¿Quién se atreve a decir que no es un verdadero regalo?
Mi última boda (como asistente, claro está... uno no puede permitirse vaciarse la buchaca en pro de semejante fanatismo social) aconteció en el agosto pasado. De índole familiar y con muchos invitados (dato importantísimo, créame), fue una reunión sin desperdicio. Me recordó a un teatrillo de colegio, de esos de cartón piedra, dueño de lo absurdo y la comedia, donde habitan personajes de lo más peculiar: el perro y el lobo feroz, la abuelita y los cinco cerditos… Polichinelas, títeres y marionetas trabajando en el espectáculo circense más descabellado que he visto. En fin: anecdótico, dejémoslo ahí.
También denotaré algo más: es de agradecer el estar invitado a semejante fatuidad pero lo verdaderamente sorprendente es que, los que se unen, pretenden que contribuyas a ese… eterno amor, con un presente (N. B.: algunos se conforman con darte la noche y no exprimirte la billetera, todo un detalle). Y si hay que regalar, se regala. Unas veces regalo dosis de humor (muy necesarias para la vida en común), otras, contracciones musculares (también útiles en ciertas ocasiones… y posturas) y las menos, palabras.
Esta vez tocaron palabras. Las palabras de Davide Cali y Serge Bloch en El hilo de la vida. Las creí apropiadas para la ocasión. Palabras sinceras, pequeñas, vitales, realistas y cotidianas. Palabras enlazadas por una hebra de lana roja que frunce y borda los avatares de la vida. Palabras como “beso”, “pastel”, “carta”, “ella” y “perdón”, palabras que encontramos tras las páginas de nuestro transcurrir.
¿Quién se atreve a decir que no es un verdadero regalo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario