Es sabido por mucha gente que el habla de esta tierra, la mía, es algo particular, sobre todo ahora que ciertos paisanos humoristas -hay que añadir que con poca imaginación- se están haciendo de oro a cuesta de un puñado de palabros que forman parte del bagaje cultural manchego. Aunque “gobanilla”, “gatete” y “bonico” ya fueran recogidos por Jose S. Serna en su Como habla La Mancha (Diccionario manchego) allá por el año 1974, en lo últimos años y gracias a la introdución anglosajona y el lenguaje publicitario al que estamos sometidos, sobre todo la tercera edad, se han inventado algunos más como “danón” o “caldofrán”.
Si un día me dieran a elegir una palabra de entre todas éstas, cogería una que me trae muchos recuerdos: “galguería”… Eran las tres y cuarto de la tarde y decenas de salvajes nos arremolinábamos en la puerta de la papelería que separaba la calle del Muelle con la de Cervantes. Unos la llamaban “La GA”, en honor al luminoso de la imprenta que la precedía, y otros “Serafín”, el nombre de su propietario. Allí nos hinchábamos a galguerías de todos los colores, formas y precios…, galguerías de a peseta, tres un duro, cinco o diez (las más cotizadas). También cabe decir que, excepto las pipas, los quicos y los gusanitos, el resto compartían el sabor dulce. Y si a uno no le sobraba el duro de rigor al comprar la cartilla de caligrafía “Rubio” o la regla que Doña Berta nos había pedido, siempre había otro que compartía con ganas y simpatía alguna de sus galguerías con el uno más desafortunado.
Los niños de mi barrio ya no comen galguerías. Entre otras cosas porque prefieren llamarlas “chuches” (muy feo y cursi), tampoco son muchos los que se animan a compartirlas, y menos todavía los que se atreven a ir a comprarlas ellos solos.
El tiempo pasa, las palabras cambian y los hombres envejecemos. Sólo espero que, llegado el momento, cuando esto se acabe y llegue a ese sitio que algunos dicen que existe, los que compartieron conmigo sus galguerías y los que probaron las mías, me reconozcan por lo que siempre llevaba en la boca durante esos días: una barra de regaliz.
Van Ommen, Sylvia. 2005. Regaliz. Madrid: Kókinos.
Si un día me dieran a elegir una palabra de entre todas éstas, cogería una que me trae muchos recuerdos: “galguería”… Eran las tres y cuarto de la tarde y decenas de salvajes nos arremolinábamos en la puerta de la papelería que separaba la calle del Muelle con la de Cervantes. Unos la llamaban “La GA”, en honor al luminoso de la imprenta que la precedía, y otros “Serafín”, el nombre de su propietario. Allí nos hinchábamos a galguerías de todos los colores, formas y precios…, galguerías de a peseta, tres un duro, cinco o diez (las más cotizadas). También cabe decir que, excepto las pipas, los quicos y los gusanitos, el resto compartían el sabor dulce. Y si a uno no le sobraba el duro de rigor al comprar la cartilla de caligrafía “Rubio” o la regla que Doña Berta nos había pedido, siempre había otro que compartía con ganas y simpatía alguna de sus galguerías con el uno más desafortunado.
Los niños de mi barrio ya no comen galguerías. Entre otras cosas porque prefieren llamarlas “chuches” (muy feo y cursi), tampoco son muchos los que se animan a compartirlas, y menos todavía los que se atreven a ir a comprarlas ellos solos.
El tiempo pasa, las palabras cambian y los hombres envejecemos. Sólo espero que, llegado el momento, cuando esto se acabe y llegue a ese sitio que algunos dicen que existe, los que compartieron conmigo sus galguerías y los que probaron las mías, me reconozcan por lo que siempre llevaba en la boca durante esos días: una barra de regaliz.
Van Ommen, Sylvia. 2005. Regaliz. Madrid: Kókinos.
1 comentario:
Por lo que veo lo encontraste y te gustó.A mi me gusta el regaliz y espero poder compartirlo en otros sitios con algunas personas que ya lo he compartido aquí.Espero que lleves bien el verano.Bs.Encarnita
Publicar un comentario