lunes, 23 de octubre de 2017

Perder la infancia y encontrarla


Si alguna vez tienen ocasión de visitar mi hogar, descubrirán con asombro que, a pesar del orden que se nos presupone a maestros y científicos, soy un desastre. Papeles por todos lados, montones de libros, trastos de todo tipo, etc. La cosa no tiene remedio ni aunque contrate un escuadrón de limpieza.
El caso es que, entre ese caos imperante, un servidor lo tiene todo muy ordenado (¡Ja!), y si tiene que dar con alguna cosa importante, recuerda ipso facto donde la ha dejado. La crítica viene cuando de repente no encuentro algo y empiezo a preguntarle a mi señora madre (esa sí que es prusiana), “¿Mama, has visto...?” Y empieza a darme la tabarra: “Ni que yo viviera en tu casa...” “Si todo estuviera en su sitio...” “Demasiado tienes en esas cuatro paredes...”


Lo último fueron unas gafas de sol, las únicas graduadas que he tenido en toda mi vida. No sé si definirlas como un capricho o una necesidad, pero el caso es que me gasté una pasta en ellas. Quince días me duraron. El 1 de julio las estrené y el 15 de julio desaparecieron. A pesar de mover Roma con Santiago aquí sigo, cegado por el sol. Así que juré ante el Mediterráneo que con un par de lupas me sobra.
Es inevitable pillar un disgusto cuando uno pierde alguna cosa. Una sensación de intranquilidad te remueve y el nerviosismo se apodera de ti. Sin ir más lejos el otro día mi padre perdió una morcilla (como lo oyen, de camino a la parrilla) y ya, extasiados con la extravagancia, organizamos una redada y no paramos hasta que dimos con ella entre la maleza un par de horas después (descojónense que es de traca).


Hay gente que pierde la cabeza, la virginidad y hasta elefantes (aquí el tamaño poco importa), pero lo más normal del mundo es perder un imperdible (paradójico), la cartera (putada al canto) las llaves (Moraleja: Háganse cerrajeros), o un anillo (imperdonable). Todas ellas cosas muy necesarias que acaban apareciendo detrás del sillón o debajo de algún armatoste del tamaño de Andorra.
Y hablando de objetos perdidos acabo de acordarme de Botoncito, un álbum de Yoko Ogawa y Chiadi Okada (editorial Juventud) que nos cuenta las andanzas de un botón extraviado. Un libro tierno y sin pretensiones que a través de la personificación de varios objetos que abundan en hogares con niños pequeños y además de hacernos partícipes de las vidas imaginadas que se esconde en rincones y recovecos, nos alienta a dar con las cosas que otrora perdimos pero que nos recuerdan un pasado dulce y juguetón: la infancia.


3 comentarios:

Esther dijo...

Me he reido con la pérdida de la morcilla... ese ejemplo no lo había oído nunca.
Justo ayer leía al pequeño de casa "El botón" de Sapo y Sepo. Absurdo, dulce y divertido. Nos apuntamos este "Botoncito ". Me da que les va a gustar ��.

Román Belmonte dijo...

Jajajaja... Ni tu ni y ni nadie. ¡Mi padre es insuperable! Es un libro agridulce pero con final entrañable. Échale un ojo y me cuentas. ¡Un saludo y gracias por el comentario!

miriabad dijo...

Qué bonito tema, Román este de los objetos perdidos o escondidos por los duendes, je, je.
La anécdota de tu padre, es muy buena.
Yo pierdo un montón de cosas que decido poner en un sitio para encontrarlas y nunca recuerdo dónde. Así somos...