jueves, 17 de octubre de 2019

Mary Poppins o cómo tenerlo todo



Estaba yo ordenando libros, cuando de repente me topé con Mary Poppins. Le quité el polvo con un buen bufido y empecé a pasar las páginas de este clásico de la LIJ (Sí, señores, porque Mary Poppins es un libro, mejor dicho, una serie de libros, y no la película de Disney que ha sido llevada dos veces a la pantalla y de las cuales, por elegir alguna, me quedo con la primera). Al final terminé por coger asiento y releerlo, en vez de continuar con la tediosa tarea del orden y el concierto.
La verdad es que esta obra de P. L. Travers tiene su aquel. Es bastante desconcertante que una señora a caballo entre un sargento coronel, una institutriz, un hada y una pirada, guste a niños y no tan niños.


Parece ser que P. L. Travers se basó en rasgos de su propia personalidad para dar vida a un personaje que no deja indiferente, pues como cuentan los cronistas de esta australiana afincada primero en Irlanda y luego en Inglaterra, Pamela Lyndon Travers (llamada en realidad Helen Lyndon Goff) era de todo menos una hermanita de la caridad.
Según apuntan sus biógrafos, la autora de una de las novelas más leídas de la Literatura Infantil durante el siglo pasado, quedó huérfana de padre, un empleado de banca alcohólico, a los siete años. A tenor de las tendencias suicidas de su madre, tuvo cuidar de sus dos hermanas (el nombre de Mary Poppins nació de las historias que inventó para ellas) y buscarse la vida como pudo. Ya crecidita emigró al viejo continente para continuar su gira como actriz en una compañía de teatro clásico, y una vez allí, empezó a publicar sus trabajos literarios en publicaciones periódicas bajo el sobrenombre de P. L. Travers, parapetándose tras unas iniciales como muchas escritoras de la época. Vamos, que esta tía fue una superviviente.


Quizá de ahí el carácter errante de la protagonista de sus libros (Mary Poppins solo hay una, pero con cinco secuelas y otras tantas historias detrás de ella), una que va y viene a merced de los vientos, que se presenta de súbito en las casas ajenas, que organiza su vida como le da la real gana, e intenta disfrutar al máximo de los días y sus circunstancias sin importarle demasiado el camino, más bien el recorrido.
Cuentan que la autora sacó de quicio al mismísimo Walt Disney mientras negociaban la cesión de derechos (vean la película Saving Mr. Banks para más datos sobre este episodio), que se puso a llorar de rabia cuando vio la versión cinematográfica de su apreciada obra mientras sollozaba “¿Qué ha sido de mi Mary Poppins?” (N.B.: Alguien que supo ver hace 50 años el daño que la factoría de este señor produciría sobre la imagen que los niños y la sociedad tienen hoy sobre la Literatura Infantil, tiene mucho mérito). También dicen que mantuvo una supuesta relación lésbica con una tal Madge Burnand con la que vivió más de treinta años. Y que no le tembló la mano al separar a su hijo adoptivo Camillus de un hermano gemelo y el resto de su familia (la década de 1940 no era la de hoy…) para mandarlo posteriormente a un internado (ojito...).


Sin embargo, todo ello no es óbice para denostar una obra que sigue teniendo mucho de subversivo, como todos los buenos libros para niños, pues la señorita Poppins, como la propia Travers, desafía los convencionalismos de un mundo adulto que desea imponer su ley a toda costa. Se ríe a carcajada limpia de todos los adultos aburridos con una seriedad impía que trasciende la cortesía y cualquier otra pose (a más de uno le haría falta leérselo para dejarse de postureos y amaneramientos), y valora a aquellos de espíritu libre y tan exóticos como ella.
Por otro lado, me encanta que Mary Poppins no trate a los niños como si fueran cachorritos indefensos, sino que les propina las salidas de tono que esperaríamos de una niñera de verdad, como la de ese pasaje en el que Michael intenta abrazarla y ella se revuelve soltando un "No soy una sardina en una lata" (si no la entienden, háganse cargo de unos cuantos críos y verán lo que dura su paciencia). Ni mayores ni pequeños: no deja títere con cabeza.


Seguramente si fuera tan guapa como Julie Andrews, se lo perdonaríamos y pasaríamos página, pero como la Mary real no es la quintaesencia de la feminidad, como bien se recoge en las ilustraciones de la obra original de Mary Shepard, hija de Ernest H. Shepard, el que dibujó a Winnie-the-Pooh, nos llama la atención y engancha. Ella es “delgada, de manos y pies grandes”, desgarbada, no se interesa por la moda y no muy agraciada. Diferente y estrambótica. ¿Acaso no debería gustarnos eso? ¡Que estamos hartos de personajes uniformes y ñoños!
Vamos, que Mary Poppins lo tiene todo, que me encanta, y no sé porqué el tiempo ha castigado este libro excelente. Léanlo y déjense llevar por él. Créanme. Y a Mary Poppins, también.



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