Menos mal que San Valentín y las elecciones catalanas han acabado. Sobre todo porque cada día tengo más claro que el amor y la democracia sirven para poco, e incluso me atrevería a decir que para nada. Y no se abalancen sobre mí, que todavía ando algo dormido para disentir. Sé lo que es el mal de amores y la decepción del votante, así que déjenme con lo mío, que ya tengo bastante.
Si tienen un ratejo, denle a la manivela y piensen, pues los tiempos han cambiado y hay que ser consciente de ello... Dejando a un lado el tema electoral (que ha sido lo más parecido al carnaval que hemos tenido este año), me centro en las cosas del querer, mucho más jugosas y patéticas, pues como sabrán, ayer las redes sociales se cubrieron de merengue por todos lados.
No es que un servidor sienta envidia, pues sé lo que es el amor verdadero, pero como buen científico, aprovecho la coyuntura para estudiar fenómenos tan jocosos, como preocupantes. Y no me digan que no les resulta llamativa esa imperiosa necesidad de gritarle al mundo que tenemos pareja. Sociópatas, activistas, gastrónomos, viajeros y tontos de capirote han perdido el culo por demostrarnos su amor, pero sobre todo, su mal gusto.
Siempre he pensado que tanto exhibicionismo oculta muchas carencias, no sólo sentimentales, sino también intelectuales. No se trata de falta de pudor, dignidad, decoro o autoestima, sino de inteligencia. Y no seré yo quien diga que se está mejor soltero o emparejado (cada uno lo que estime conveniente), pero no me den la barrila, que tanto alardear, a la postre, trae más de una fatiguita.
Ustedes publiquen y los demás golismeamos. Muchos tendrán suerte y se les aparecerá la Virgen en las bodas de oro, mientras otros empezarán con las rosas y el champán para terminar en el juzgado de guardia, en la UCI, en el banco de alimentos o en el taxidermista (a la cornamenta hay que sacarle brillo). A estos últimos bien les valdría mantener sus vidas con cautela, no sea que otros jetas y tunantes tomen nota de la estupidez que ostentan y les toque repetir la jugada.
Yo lo tengo claro: para dar con los despojos de mi existencia en cualquier cuneta, prefiero guardar mis recuerdos en un álbum de fotos.
De entre todos los libros de amor que guardo en la manga, hoy me he decantado por La verdadera historia de la rata que nunca fue presumida, un álbum basado en un cuento popular que acaba de publicar Libros de las Malas Compañías con adaptación de Ana Cristina Herreros, ilustraciones de Violeta Lópiz, y que no deja indiferente a los lectores.
Esta historia de la tradición oral balear y recogida por el archiduque Luis Salvador de Austria en el siglo XIX, nos cuenta las aventuras de una rata que se encuentra una moneda y se compra una col para hacerse una casa. Una vez que la tiene lista, se asoma al balcón. Todo el que pasa por allí la pretende. Rechaza a burros y patos para finalmente casarse con un gato. Sí, como lo oyen.
Atrévanse a descubrir el final. Les aviso de que quedarán más que satisfechos, no solo porque este cuento rimado sigue vigente (el mundo no ha cambiado mucho aunque pensemos que sí), sino por estar enmarcada en un formato enriquecido que desdobla el discurso gracias a las magníficas ilustraciones de Violeta Lópiz. Realizadas con una paleta de color limitada y cargadas de un simbolismo muy contemporáneo, las que acompañan al texto actúan como preludio a otras finales que beben de la principal y plantean una suerte de juego visual que construye un reflejo de esas historias anónimas que nos rodean sea cual sea nuestro sexo, origen, edad o condición. Que los animales personificados, valen para cualquiera.
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