Durante todos estos meses, los medios de comunicación nos han hablado de sanitarios, de comerciantes, de hosteleros, de epidemiólogos, e incluso de fabricantes de mascarillas, pero hasta el momento nadie se ha centrado en el trabajo de aseguradoras, funerarias, enterradores y fabricantes de ataúdes. Los verdaderos protagonistas no han tenido oportunidad de explicar con todo lujo de detalles las consecuencias letales de la pandemia.
Seguramente estén pensando que me he puesto en modo necrófilo, pero lejos de todo eso y teniendo en cuenta que las cifras no están nada claras, convendría hacerles algo de caso e ilustrarnos, pues son los que poseen información de primera mano. Mucho ha dicho el Instituto Nacional de Estadística y la Seguridad Social sobre la población activa y el descenso del número de pensionistas, pero visto lo visto, mejor procurarse fuentes menos “oficiales”.
Aparte de lo macabro, siempre he creído que la opinión pública menosprecia a todo este tipo de negocios que se desarrollan en torno a las desgracias ajenas. De poco sirve su realidad (impepinable, por cierto) si la gente hace caso omiso. Con tal de no enfrentarse a una verdad que, sin tapujos, nos habla de la cara menos amable de este desastre, nuestro país sigue cubriendo la muerte con el mismo velo de ocultismo y doble moral que antaño.
No sé si a ustedes les ha pasado, pero algo que me ha llamado enormemente la atención en esta crisis, es que mucha gente y como si estuviéramos en el medievo, ha tapado la causa de fallecimiento de sus seres queridos. Y no es intimidad, no. Huele a vergüenza, a culpa, a otro tipo de cosas. Comportamientos que habíamos olvidado y que han recobrado fuerza en mitad de un panorama poco empático.
Quizá deberíamos hacernos a la idea de que la muerte siempre llega. Desterrar el drama y la tragedia, hacerle frente a lo inevitable y dejar de censurarnos. Duele mucho contemplar cómo una vida se apaga, cómo los seres queridos se van, pero más difícil es alimentarse de la complacencia, el egoísmo y el autoengaño. Que al final las penas flotan, nos derrumban como vidrios frágiles. Cosa distinta es la rabia y la afrenta por saber que esas muertes se podían haber evitado.
Como colofón a estas ideas un tanto sui generis, les traigo en este día de febrero uno de esos libros que con la visión del ayer, no dejan indiferente al lector de nuestros días. Sí, señores, Los 10 perritos, un álbum con texto de José Mallorquí e ilustraciones de Rafael de Penagos ha sido reeditado después de muchos años por Media Vaca.
Basada en una coplilla infantil que se fue modificando en el tiempo y que todavía pervive en muchos países del entorno hispanohablante, nos cuenta la historia de un niño y sus mascotas. Yo tenía 10 perritos. 5 negros, 2 blanquitos, 1 rubio, otro gris y otro pobre sin nariz. Así empieza un álbum que a golpe de página, va diciendo adiós a cada uno de esos canes. Lluvia, quesos, un gato o la visita al circo, son los distintos motivos que desencadenan las ausencias que van hilando una narración con mucha tecla.
Y digo tecla porque esta edición reproduce otra del año 1943 de la entonces muy activa editorial Molino que, echando mano de Mallorquí y Penagos, dos pesos pesados de la época, dio vida a esta curiosa cuenta atrás infantil que pudiendo pecar de macabra (¡Aviso para los sobreprotectores y los de la piel fina!), bebe mucho del surrealismo y lo humorístico.
Colores vivos, composiciones estudiadas, llamadas de atención o guiños simpáticos, abundan en las ilustraciones de un libro que nos habla de épocas pasadas (también presentes y quizá futuras) desde un realismo que puede escandalizar al lector si no fuera por ciertos momentos mágicos que le dan la vuelta a la tortilla. Un disfrute para amantes de lo vintage, la tradición oral, los clásicos de posguerra o las matemáticas. Cualquiera que se acerque a él, incluidos padres frágiles y maestros utilitaristas, le verán el puntito.
Que la vida tiene penas, pero la muerte es más ligera con un poco de imaginación y algo de risa.
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