Durante
estos días en los que despedimos el año y festejamos la Navidad, cientos de
escuelas, institutos y otros centros de enseñanza, deciden programar
espectáculos encaminados a integrar las artes escénicas en el currículo. Toda
suerte de representaciones teatrales, exhibiciones musicales, y números
circenses abarrotan salones de actos, pabellones y pistas deportivas para
constatar, una vez más que, además de alumnos, educamos monos de feria. Ríanse
pero un servidor (que algo sabe de instituciones educativas) certifica que
todas estas actividades, además de un mero entretenimiento, constituyen un
escaparate de las habilidades (o no) de las generaciones futuras, unas que,
abocadas a y por el mundo televisivo, se creen resueltas a convertirse en
estrellas del celuloide, la pasarela o las barras de los bares (¿cuántos
estudiantes de arte dramático han terminado sus días ejerciendo de camareros?).
Seguramente
ustedes, como padres, viven encantados
de que sus vástagos deslumbren al mundo con sus peripecias…, al micrófono,
sobre las tablas o con su habilidad con las cuerdas de un violín, pero lo más
importante de todo es saber si sus hijos, esos que reciben los aplausos o hacen
el ridículo (todo cabe cuando uno desafía a la vergüenza), lo pasen bien
exponiéndose al público, ese juez implacable que premia a base de aplausos o
castiga a tomatazos. Muchas veces son los deseos frustrados de padres, madres y
tutores, los que obligan a estudiantes a posar como Naomi Campbell, actuar como
María Guerrero o tocar como Mistlav Rostropovich (algo totalmente imposible
dado el grado de genialidad de los tres anteriores), una decisión que
estigmatiza a los protagonistas, alimenta a los instigadores, horroriza a gente
como yo y agrada a la sociedad.
Y
si no me creen, lean Concierto de piano,
un álbum ilustrado de Akiko Miyakoshi (editorial Ekaré) que narra las aventuras
de una niña que, horrorizada por la idea de poner sus dedos sobre las teclas de
un piano, termina siendo la invitada de honor a un concierto muy especial…
No
diré que el deporte, la música, el drama, la comedia, la pintura y otras
aficiones, deban dejarse al libre albedrío, ya que, como la lectura, tienen
algo de despotismo y obligatoriedad, pero tampoco deben ser contraproducentes
para la salud. Deben ser elegidas libremente por aquel que desee aprenderlas,
practicarlas y disfrutarlas, porque, al fin y al cabo, es de lo que se trata.
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