Con frecuencia hablo de
padres, madres, bibliotecarios y libreros para referirme a los
llamados “mediadores de lectura”, pero creo que hoy debo
dedicarle este espacio a los que, a mi juicio, son, junto a las
familias, quienes más deben comprometerse con esta extraña, dura y
maravillosa tarea de inculcar el vicio (algunos hablan de afición o
competencia, pero ya saben que lo mío es el jevimetal) de leer: los
maestros.
Si tenemos en cuenta que
un docente pasa de media con sus alumnos unas cuatro horas al día (a
veces incluso más), y hacemos una pequeña operación aritmética,
concluiremos con que la interacción niño-maestro constituye la
sexta parte de la jornada, un tiempo nada despreciable a la hora de
educar, no sólo en matemáticas, plástica o “cono” (odio esta
denominación), sino para despertar el gusto por una “cosa”
llamada lectura (iba a decir libros pero con el despegue de otros
productos y soportes de lectura, no sé si atreverme...).
Evidentemente son muchos
los maestros que recriminan a los padres y a la sociedad esa perorata
insana de “vosotros estáis ahí para eso”, una afirmación a
menudo utilizada por muchas familias para tirar balones fuera y
delegar en la Escuela (en connivencia con el llamado Estado) sus
tareas; pero a pesar de ello, conozco a más maestros que invierten
su esfuerzo cotidiano en la difícil empresa de la
“corresponsabilidad educativa” y enseñar por mera pasión, que a
aquellos otros institucionalizados y/o contaminados por la pereza.
Aunque los maestros de
hoy día están muy profesionalizados y especializados en didáctica,
es imposible estar informado de todas las materias que imparten y,
generalmente, agradecen en gran medida toparse con enteraos, blogs o
guías que les mantengan al día de las novedades en lectura, algo
que constato cuando he participado en charlas, cursos y talleres de
literatura infantil... ¡Oye, que no me sueltan!...
Probablemente, la causa
de este desconocimiento reside en las escuelas de magisterio y
facultades de filología, en las que poca formación sobre “didáctica
de la lectura” y “literatura infantil y juvenil” se recibe (en
algunas universidades, ni siquiera saben qué es...), algo que
redunda en uno de los enormes problemas con los que topa el maestro a
la hora de inculcar este vicio saludable entre sus pupilos: ¿Qué
leer? ¿Cuántos niveles de lectura son posibles? ¿Cómo animar a la
lectura?...
A pesar de ello, me
resulta curioso que, cuando un docente descubre la literatura
infantil, se envenena con ella de por vida, y empieza a acudir a
librerías y bibliotecas, se informa de este o aquel libro, mira y
remira, empieza a cogerle el gusto a esa asignatura pendiente y, poco
a poco, se convierte en otro monstruo que no para de hablar de libros
y que contagia, no sólo a sus alumnos, sino a todo su entorno, de
esa extraña y hermosa sensación.
También es obvia la
notable diferencia entre los profesionales de la educación primaria
y los de la secundaria. Los primeros, más laxos, más elásticos y
más prácticos, mientras que los segundos imparten materias más
encorsetadas, son más teóricos y resignados (como profesor de
educación secundaria diré aquí que he aprendido muchas cosas de
los maestros, entre otras, obtener gran rendimiento de la actividades
más sencillas). Mientras que en la escuela la lectura se presenta
como algo lúdico, en los centros de secundaria pasa a ser una
herramienta, un vehículo más..., craso error puesto que es en esta
etapa cuando hay que incorporar el hondo significado del verbo “leer”
con la mecánica que se ha adquirido en etapas educativas previas,
algo muy relacionado con que, excepto los profesores de “Lengua y
Literatura”, son pocos los que se involucran en la lectura entretenida y placentera, atienden poco a los gustos del alumnado y las
actividades programadas en pro del libro son testimoniales.
No obstante, he de decir
que estas virtudes y defectos no son patrimonio de los docentes, sino
de los centros, organismos e instituciones en las que desempeñan su
trabajo. He visto bibliotecas escolares ordenadas de cualquier
manera, cerradas a cal y canto, transformadas en cuartos de castigo
o, sencillamente, inexistentes. También escasez de bibliotecarios,
bajo presupuesto para ampliar fondos, poco reconocimiento por parte
de los equipos directivos y compañeros, pocas facilidades para la
innovación, y un sinfín de peros más que imposibilitan (al maestro
que quiere) trabajar por la lectura y la literatura y, en
consecuencia, también en contra de la ignorancia.
Es por ello que hoy, con
estas palabras y tomando como excusa el gracioso libro Los
secretos del cole ¿Adónde van los profes cuando se pone el
sol? de Éric Veillé, con prólogo a cargo de El Hematocrítico
y editado por Blackie Books, rindo hoy homenaje a la figura del
docente como mediador de lectura. Y no hay más que hablar.
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