Durante los primeros días
de clase -sobre todo en cursos escolares como este en el que no
conozco a ningún alumno de antemano- y mientras contemplo su
semblante (el producto del cansancio, la extrañeza, la evasión y la
novedad), me suelo preguntar a mí mismo “¿Qué pijo pensarán de
un servidor?” Respiro hondo y sigo explicando los componentes de la
sangre, esa que, parece ser, no corre por sus venas (¡Qué lánguidos
son!). Seguramente, tras unos meses en los que alguna salida de campo
y otras risas les suelte la lengua, tengan a bien confesarse y decir
a los cuatro vientos y sin una pizca de pudor (tiemblo) las primeras
impresiones que tenían al respecto, no sólo de mí, sino del resto
de mis compañeros, que unas veces son de esperar y otras te dejan
boquiabierto (ustedes denles cuerda y verán...).
Es cierto que entre
profesor y alumnos siempre se levanta un muro, propiciado quizá por
la edad (aunque no siempre... les podría nombrar a algunos
compañeros talluditos que levantan pasiones entre la estudiantina) y
la ubicación dentro del aula (esto de la pizarra y la silla con
apoyabrazos da cierta respetabilidad), pero también hay que apuntar
a que la percepción que muchos niños y jóvenes tienen sobre los
docentes está cambiando a pasos agigantados, algo que a veces no
redunda de manera positiva sobre el progreso académico pero que
implica cierta cercanía a la hora de entender y enfrentarse a sus
problemas.
Son muchos los factores
que han propiciado estos cambios (la laxitud con la que nos tomamos
las relaciones personales, los cambios sociales sobre la familia, el
pobre reconocimiento de la labor del enseñante, la degradación
cultural en base a la bonanza económica de tiempos pasados, etc.)
que no sé si irán en detrimento de una enseñanza de calidad
(mientras aquí abogamos por la cercanía con el alumnado, los
franceses, que se prodigan mucha “liberté”, siguen llamando a
sus profes de “usted” por ley), pero es cierto que, a pesar de
que muchas veces las fronteras entre educación y respeto son
bastantes confusas (corrección, chicos, un poco de corrección...),
la mejor opción pasa por ponernos en el lugar del otro (estudiantes
y profesores y viceversa) y conversar de intereses, emociones y
puntos de vista (mucho y bien) para aupar el ambiente cordial en los
centros de enseñanza.
Muten estas realidades o
no, el caso es que siguen existiendo niños como el protagonista de ¡Mi maestra es un monstruo!, el
último álbum ilustrado del estudio de Peter Brown (editorial
Océano-Travesía) que sienten poca afinidad por sus maestros. Aunque
el libro en cuestión se basa en la relación pupilo-profesora y
explora los miedos infundados de los niños, su temor hacia la
institución escolar y sus normas desde el siempre agradable punto de
vista humorístico del autor, no deja de ser un alegato en pro de los
docentes con buenas intenciones y su capacidad para exteriorizar el
lado cálido, amable y humano que tiene la Escuela... ¡Que no somos
monstruos, odo!
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