Junio ha entrado en nuestras vidas y muchos aprovechan para
hacerle un lavado de cara a sus hogares. Albañiles, cristaleros, pintores,
carpinteros, fontaneros o alicatadores se afanan para hundir tabiques, cambiar
tuberías, cambiar azulejos, tomar medidas de los muebles de la cocina, y
eliminar el gotelé o el papel pintado de las paredes (¡Qué modas tan incómodas).
Sí, sí, sé del estrés que conllevan todas las obras, de los
ataques de nervios a los que te ves expuesto, de las broncas con los obreros,
con tu pareja y con el Dios que lo fundó. De las enormes diferencias entre
presupuestos, de los plazos aplazados y de las toneladas de mierda que hay que
limpiar… No obstante, no sé qué es peor, si dejar el trajín a los supuestos
profesionales o remangarse la camisa y comértelo y guisártelo tú solito.
Un servidor a veces se encuentra con ánimos y se pone de
chapuzas, y tras mucho trabajo (el que piense que estas cosas son caras, que se
ponga él/ella al quite y empezará a valorar) y más de un error, jura y perjura
que nunca más, que quizá uno se ahorre la mano de obra, pero no las sesiones en
el fisioterapeuta que palien el dolor de riñones.
Aparte de las grandes intervenciones de interiorismo tenemos
la limpieza primaveral (o veraniega, como es mi caso), una serie de operaciones
en las que ponemos la casa patas arriba y empezamos a recolocar y eliminar
trastos de todo tipo. De esta manera hacemos más habitables unas cuevas que
durante todo el año se han ido rellenando de ácaros, polen y otros materiales
en suspensión. He aquí mi gran problema, pues el leve síndrome de Diógenes que
padezco, me impide tirar a la basura montones de cosas inútiles en las que
siempre encuentro una razón emocional que me lo impide.
Empezando por libros y terminando por apuntes
universitarios, lámparas viejas, ventiladores descacharrados, dibujos, arena de
playa, e incluso piedras, mi hogar está lleno de todo tipo de chucherías
inservibles que bien merecen un contenedor. Siempre encuentro razones para
conservarlos, de las que la más socorrida es “¿Y si un día me sirve para algo?”
Ese es el espíritu de las tres erres (ya saben: reducir, reciclar
y reutilizar), que en casos como este elevo a ene. Será que encuentro mucho
romanticismo en darle segundas y terceras oportunidades a los enseres, a los
objetos. Mesas que fueron ventanas, cabeceros que fueron biombos, marcos que
fueron espejos, o maceteros que fueron tazas pululan por mi casa. Y a este
punto es al que deseaba llegar, pues el libro de hoy nos habla de todo esto.
La sillita azul, un álbum escrito por Cary Fagan e ilustrado por Madeline Kloepper (editorial Juventud) es de esos libros que hablan por sí solos. Cuenta la historia de la silla de Nico. Él crece y la silla, inservible ya, va pasando de mano en mano, dando servicio a multitud de personas que encuentran en ella utilidad. Al mismo tiempo, esa silla, cambia de color y fisionomía, como un viajero que se llena de experiencias.
De este libro circular (cierra ese ciclo un relevo similar),
hay dos cosas que me han encantado. Por un lado nos cuenta historias del día a
día (¿Quién no ha heredado unos pantalones de su primo? ¿Y los libros de texto
del vecino? ¿Y el móvil de su padre?), y por otro hace gala de un recurso que
abunda en la Literatura Infantil -sobre todo en muchos cuentos tradicionales
del romanticismo como La tetera o El soldadito de plomo-, en los que el
autor insufla vida a los objetos para hacer un símil con la vida humana, una
que puede mutar y enriquecerse a cada paso.
1 comentario:
My buena pinta! y por supuesto R que R.
Reducir, Reciclar y Reutilizar...
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