Gel desinfectante, alcohol y lejía por un tubo, pantallas de
protección, guantes de nitrilo… Si a los take-away, el comercio electrónico y
los grandes grupos farmacéuticos, sumamos la industria química y de la higiene,
ya están todos los que están haciendo el
agosto con esta crisis virulenta (Y lo que te rondaré, morena).
No se nos deben olvidar las omnipresentes mascarillas, un
artículo que va encaminado a acabar con nuestro cutis, nuestras fosas nasales,
nuestra capacidad pulmonar y nuestra visibilidad (Cuando alguien muera
atropellado ya se inventarán algo para que no se empañen las gafas…).
Dirán que exagero, pero a pesar de su efectividad (todavía
sería mayor si se hubiera obligado su uso antes y durante la pandemia) lo de la
mascarilla es un guarreo, sobre todo cuando se reutilizan más de lo debido
(consecuencias de un gasto más que debemos acometer de nuestro bolsillo en una
época de inflación y sinvergoncerío brutal).
Fíjense hasta donde llega la insalubridad de las mascarillas
que el otro día la Inma sufrió una infección nasal casi apocalíptica que la
llevó hasta urgencias con media cara hecha un cuadro picassiano. Antibióticos
por un tubo y cuidadito con el uso de la mascarilla fueron las recomendaciones
del otorrino.
No es de extrañar pues la mascarilla es un nido de mierda
que hay que sanear con regularidad (por eso el gobierno alemán le ha dado el
visto bueno a las de tela, que con un poco de lejía y lavadora, van). Piel
muerta, gérmenes, polen y mucha miseria van impregnando los tejidos del bozal y
ya la tenemos liá.
Y es que no olvidemos que nuestro cuerpo, muy sabio, se
dedica a fabricar secreciones de naturaleza acuosa para amalgamar todo tipo de
bichos y sustancias nocivas y expulsarlas al exterior. Saliva, sudor y sobre
todo mocos se dedican a eliminar las guarrerías que nos invaden y de paso
luchar contra la sequedad del medio aéreo al que nos hemos adaptado a lo largo
de los millones de años.
Ya saben, no menosprecien a los mocos, que además de
desempeñar una labor la mar de importante, tienen funciones más lúdicas, algo
que me lleva hasta un pequeño álbum de Elena Odriozola que se basa en Yo tengo un moco, una coplilla infantil
de toda la vida en torno a la que muchos se han iniciado en esto del universo
de la rima.
Sin obviar una retahíla que a modo de disco rayado invita al
acercamiento sinfónico y verbal de las palabras, hay que llamar la atención
sobre otros aspectos de este libro publicado por Ediciones Modernas El Embudo,
un álbum que se compone de una secuencia de imágenes en las que una serie de
personajes se dedican a entretenerse con un moco.
Así y desde su posición privilegiada, el lector-espectador
se dedica al voyerismo más divertido, uno que divierte y avergüenza a partes
iguales, pues se identifica con cada una de las ilustraciones al tiempo que
activa el resorte de lo escatológico. Ver como otros juguetean con ese material
verdoso y plástico que se halla en las profundidades de los orificios nasales,
además de asqueroso, tiene su lección de vida.
Si a todo esto añadimos que poniendo nuestro pulgar en la
esquina inferior derecha y dejamos pasar las páginas rápidamente, el libro se
transforma en una suerte de cine de dedo que añade valor a la idea primigenia,
el resultado es cuasi-perfecto.
Feliz jueves y recuerden que ¡para sonarse los mocos hay que
quitarse la mascarilla!
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