Me encanta andar. Desde que tengo uso de razón ando de aquí para allá. De hecho, andaba tanto cuando era pequeño, que me parecía raro que la gente fuera en coche, sobre todo mis tíos, conductores recalcitrantes que llegué a pensar que no tenían piernas.
Así pasa, que tengo la manía de fiarme más de mis piernas que de cualquier otro medio de transporte. Coche, taxi, autobús e incluso metro, me resultan más lentos que el brío de mis piernas. Quizá esa sea la razón por la que muchas veces llego tarde. Sobredimensiono mi velocidad de crucero y no controlo la capacidad de alcance. ..
Lo peor de todo es que no puedo vender el coche, una herramienta que solo utilizo para trabajar pero que últimamente se pasa más tiempo en el garaje que en la carretera.
Grandes avenidas, pequeños jardines, pueblos o ciudades, mis piernas han recorrido todas. Te topas con sorpresas, con gente. Hay callejones sin salida que merecen un vistazo, calles estrechas, también empinadas, parques exuberantes y puentes por lo que no pasa nadie.
Cuando uno anda mira a su alrededor, ve cosas que de otro modo pasarían desapercibidas, se siente parte del paisaje, de ese mundo circundante en el que a veces merece la pena recrearse. Detalles de todo tipo se suceden y te evaden.
Caminar… Quizá eso sea lo que me ha permitido dejar atrás tantos obstáculos. Cuando uno anda siempre mira hacia delante. Porque tiene que seguir su rumbo, y sobre todo, para no chocarse. Andar es un ejercicio de lo más sano, el de perseguir una meta, un destino.
Es un tiempo para reflexionar mientras notas cómo los rayos del sol te broncean la cara o el frío que te deja la nariz colorada. Te abstraes, ordenas las ideas, les das muchas vueltas a las cosas. Robert Louis Stevenson, Honore de Balzac o Charles Darwin. Más de un genio se ha dedicado a pasear andar para relajar la mente, activar sus neuronas y cultivar el intelecto.
Y paso a paso, llegamos a los 9 kilómetros, esa distancia que da nombre al álbum de Claudio Aguilera y Gabriela Lyon que acaba de sacar Ekaré a la luz en nuestro país. Con varios reconocimientos internacionales, este libro ilustrado nos cuenta la historia de un niño que debe recorrer todos los días los nueve kilómetros que separan su casa de la escuela. Atravesando arrayanes, ríos, campos de cultivos y senderos, se suceden los paisajes que, tomando diferentes planos nos invita a acompañarlo en su periplo.
Pensativo, cansado, vivaracho, y sobre todo, juguetón. Así es el protagonista de esta historia donde la sinceridad e inocencia del texto se conjugan perfectamente con el colorido de unas ilustraciones donde la óptica cinematográfica y las viñetas ayudan a la secuenciación y el dramatismo de una historia realista.
Mención aparte merecen unas guardas peritextuales (juntas articulan un mapa donde a modo de GPS se dibuja el recorrido que realiza el niño), los cambios de luz que van de la noche al día y un apéndice donde aprendemos un poco sobre las especies de aves que acompañan al protagonista.
Sin embargo, tengo un pero con parte del apéndice final... Lejos de ese aire de denuncia social que parece haberse instalado en las editoriales del ramo, prefiero tomar este libro como una aventura diaria. Teniendo en cuenta los tiempos que corren, este libro es casi un privilegio, pues la mayor parte de los críos en edad escolar del mundo viven en ciudades donde el asfalto, la polución, el tráfico rodado y un sinfín de peligros escriben una historia muy diferente y más peligrosa a la que se recoge aquí.
No entiendo el fin de exhibir tanta belleza para, acto seguido, abogar por esa normatividad buenista que nos afecta y empobrece (¿Será acaso un intento por erradicar todo lo bonito de esta historia? ¿No podrían habernos dejado una pizca de libertad para meditar sobre lo que acontece en esta historia?). Extraña paradoja que prefiero obviar y disfrutar plenamente de un pequeño viaje rebosante de vida, naturaleza, constancia y esperanza.
2 comentarios:
Parece que tampoco es la orientación de los autores la denuncia. ¿Lo es? No he leído el libro y no puedo opinar. En cualquier caso, menos coche y más andar. Sobre todo para los niños.
No sabría muy bien qué decirte, Miriam. Cuando uno lo lee, no vislumbra nada de eso, pero luego te topas con un apéndice que parece sacado de una ONG y te llevan los mil demonios. Sobre todo porque el libro es muy hermoso. ¡Qué ganas de orientar la lectura hacia ciertos derroteros...! Cuando lo leas, me dices. ¡Un abrazo!
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