Parece ser que los juegos de mesa están volviendo al siglo XXI gracias a jóvenes y no tan jóvenes. Desde hace más de una década, las ventas de este tipo de productos se ha incrementado en un veinte por ciento. Es por ello que en todas las ciudades de nuestra geografía se puede encontrar una pequeña tienda especializada en juegos con diferentes escenarios y reglas que entretienen a grupos de amigos y familiares. E incluso, he visto muchas cafeterías con una pequeña ludoteca.
Niños, adolescentes o adultos, separados o revueltos, echan mano de la gamificación para pasar la sobremesa, la merienda o las noches del fin de semana. Cualquier momento es nuevo para desentrañar la experiencia que se esconde en una caja de cartón.
Si bien es cierto que en los años 90, con la diversificación de los videojuegos y la videoconsola, los juegos de mesa pasaron a considerarse antiguallas propias de clubes de jubilados y bares casposos, hoy en día comienzan a estar muy bien vistos por el público en general debido a la nueva dimensión que han adquirido: jugar es de guapos que se sonríen a la cara y no a través de una cámara.
¿Cuántas veces habremos disfrutado (o sufrido) con el tute, el póker, el dominó, la oca o el parchís en las cantinas universitarias, las Nochebuenas familiares o las frías tardes de invierno? De entre todos los juegos de mesa que pululaban en aquella España alejada de las pantallas, mi favorito eran los dados. De hecho todavía conservo uno de aquellos cubiletes de piel con los que echábamos la tarde del viernes al kiriki o el mentiroso.
Y ustedes dirán: “¿Y qué mosca le ha picado al ludópata este?” Pues me entenderán cuando lean el libro que les traigo hoy gracias a la editorial Errata Naturae y que lleva por título Los duendecillos.
Escrito e ilustrado por Camille Romanetto, este álbum narrativo (cada vez se apuesta más por este tipo de productos donde un texto muy abundante está acompañado por ilustraciones descriptivas) nos cuenta la historia de Madenn, una niña traviesa que pasa el final del verano en casa de sus abuelos. Rodeada de naturaleza, un día encuentra en un pequeño claro un pequeño cono de fieltro, pero lo que nunca imaginará es que su pequeño tesoro, en realidad es el gorro de un hombrecillo que intentará recuperarlo en mitad de la noche. Así es como empieza una aventura en la que una chiquilla ayuda a una familia de duendes a encontrar el misterioso Criquidibú. Y más les vale, porque si no, todo acabará siendo un desastre…
Con un argumento que puede recordar a muchos cuentos tradicionales como Blancanieves, y clásicos como Los Mumins de Tove Jansson o Los incursores, este relato donde se respira un ambiente lleno de magia y fantasía, también está amenizado con unas ilustraciones elaboradas con técnicas muy clásicas (tinta y acuarela) cuyo estilo tiene mucho de John Bauer y Sybille von Olfers, bastante del art decó y la escuela rusa encabezada por Ivan Y. Bilibin, o el preciosismo de Kazuo Iwamura. E incluso, si me apuran, tiene un puntito muy sutil de Hayao Miyazaki.
En cualquier caso, es un libro muy entrañable y lleno de aventuras donde la naturaleza se hace protagonista gracias a los paisajes brumosos, los helechos, las setas y cientos de detalles. Fíjense en las guardas, en las cenefas, en los paseos, en las fiestas y díganme lo que más les gusta de este universo. Por mi parte, les confieso que me quedo con Douchka Babam. ¡Háganme caso y no desperdicien ni una pizca de belleza!
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