lunes, 22 de septiembre de 2025

¡Maldita infancia!



La idealización de la infancia es bastante común en todos esos lugares donde lo emotivo campa a sus anchas. Redes sociales, telediarios y late shows ensalzan una y otra vez las beldades de la niñez para que niñatos, cuarentones, abuelas y charos sigan consumiendo sus consignas como si de opiáceos se tratasen. Mientras tanto, los monstruos contenemos las arcadas a base de lecturas que nos dicen lo contrario (¡Menos mal!).
Y es que cuando me pongo a pensar en los primeros años de mi vida, todo ese humo se disipa. Recuerdo pasajes nada agradables que, no sé si afortunada o desgraciadamente, me han hecho llegar hasta este punto. Quizá como a todos. Porque, amigos míos, ninguna infancia está llena de felicidad. Ni aquí ni en Mali. Y si lo está, ¿quién se atreve a valorarla?


Por mucho que los adultos intentemos allanar la mal llamada edad de la inocencia (¡Qué perverso fuiste, Rousseau!), les invito a que hagan un pequeño ejercicio retrospectivo para remontarse a los tiempos en los que no tenían que trabajar o pagar facturas. ¿Los definirían como maravillosos? Y a los que respondan afirmativamente sigo lanzándoles preguntas. ¿Acaso atesoran todos los momentos vividos o solo los más agradables? Es lo que suele hacer el cerebro: borrar lo que no le gusta. Más todavía si está en un estado de pleno desarrollo y plasticidad.


No voy a decir que mi infancia fuese terrible, pero tampoco la recuerdo henchida de fuegos artificiales. Tuvo ratos buenos y no tan buenos que fueron construyéndome deliberadamente, como los de cualquier otra persona. Si no, ¿cómo explican que los traumas de la niñez continúen gobernando las vidas de los mayores? ¿Que las envidias entre hermanos sigan aflorando décadas después? ¿Que sintamos animadversión a ciertos sonidos, sabores y olores durante toda nuestra existencia? ¿Que seamos incapaces de perdonar las afrentas que sufrimos en el patio del colegio? ¿Que todavía lloremos por aquella decepción durante uno de nuestros primeros cumpleaños?
En definitiva, la vida es igual de compleja, absurda, desquiciante y explosiva tanto para las criaturas, como para los seres humanos que peinan canas. Así que, durante esta temporada que empiezo hoy, les voy a pedir un favor: dejen de enaltecer lo infantil. Que no hemos venido a hacer terapia. Con hablar de libros nos basta.


Por ello he querido empezar este curso 2025-2026 con una joya del fotolibro que nunca antes había sido traducida a nuestro idioma. Conocida en otros países como Ciccì Coccò, la editorial Galimatazo acaba de publicar Pito Pito, un pequeño álbum de Bruno Munari y Enzo Arnone del año 2000.
El librito en cuestión recopila un total de 57 instantáneas que realizó el fotógrafo italiano en Inglaterra entre 1974 y 1981, a las que Bruno Munari se animó a añadir textos breves y sugerentes en los que rimas sencillas, ritmos, repeticiones, juegos de palabras, asonancias y humor llevan la voz cantante. Imaginen en resultado, pero eso sí, en sus páginas no hay ni una pizca de ingenuidad.


En blanco y negro y llenas de chiquillos que, aparentemente, juegan, pintan, duermen, escriben, comen o se quedan embelesados ante el mundo que les rodea, las imágenes y las palabras se alían para jugar con el subconsciente del lector-espectador, pues de eso se trata el álbum, de enriquecer los lenguajes a base de detalles, dobleces y elocuencia.
Si bien es cierto que puede engañar a padres despistados y otros subalternos, los que estamos acostumbrados a tomar con pinzas estos libros nos topamos con desnudos integrales, excrementos, ropa interior, agua hirviendo, bebes desnucados, mordiscos peligrosos, muñecos inquietantes, presidiarios y más de una artimaña bélica.


Sí, queridos, en este libro donde todas las voces pueden encontrarse, nuestro subconsciente se ríe a carcajadas y lo que parecía inofensivo y superfluo se vuelve sustancial y mordaz. Pero claro, para saborear lo exquisito hay que volver a la infancia, esa edad maldita.

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