Después de cuatro días de descanso (la llamada “semana
blanca” se ha abierto camino en una vida, la mía, que empieza a parecer
monótona), regreso todavía más aplatanao. No sé si se debe a la gran cantidad
de exámenes que se apilan sobre mi escritorio, a las decenas de libros que
aguardan para ser reseñados, o que este tiempo pre-veraniego va a minar mis
biorritmos. El caso es que me hallo con cero ganas de regresar al tajo (o mejor
dicho, “los tajos”, pues llevo demasiadas cosas en ristre).
Puede que también tenga que ver con el proceso fisiológico
del estrés, ese en el que, cuando cesas un ritmo frenético de quehaceres, tu
cerebro empieza a secretar endorfinas y te quedas en un estado de calma total
en el que te resulta igual de difícil levantarte del sofá que ir a correr la
maratón de Nueva York.
Quizá esté relacionado con la celebración del 11ºaniversario de este lugar, pues bien sabido que tras emborracharse de bebidas
espiritosas y tanto cariño ajeno, la cosa se enturbia, no sólo por el dolor de
cabeza y las vomitonas, sino por un ligero bajón anímico que nos impide sacarle lo positivo.
Y con este panorama un tanto negativo empiezo una semana
laboral que a pesar de la brevedad, intuyo intensa a tenor de la preparación de
un viaje escolar, las próximas evaluaciones, un sinfín de quejas estudiantiles,
una cena de trabajo, citas con amigos, la (espero) última visita al dentista y
un metatarso roto.
Y como no hay casi nada que un buen libro infantil no pueda
solucionar, acudo a la última pila de títulos y doy con El cielo de Anna (editorial Kókinos), un álbum tan hermoso que
crees echarte a volar.
Este es el primer libro de Stian Hole que tiene su
habitación en esta casa de monstruos, pues, a pesar de ser uno de mis autores
de libros-álbum favoritos, todavía no había encontrado un hueco para él aquí (prometí resarcirme).
Podría haber elegido El fin del verano
y otro título de la misma serie, pero lo cierto es que hoy me apetecía otro
tipo de mirada (y reflejo, pues ya saben cómo funcionan los libros) y he preferido
detenerme este.
El libro en cuestión no te deja indiferente (algo que se
agradece teniendo en cuenta los tiempos que corren), pues nos encontramos con
una historia que exhibe una poética maravillosa, no sólo por las ilustraciones
sobresalientes de Hole que la acompañan, sino por entender el libro-álbum como
una entidad mágica que nos sorprende y enriquece a partes iguales. Así, página
tras página, se van sucediendo una serie de imágenes a caballo entre lo
onírico, lo surrealista y lo fantástico, que van hilvanando una historia en la
que una niña ¿consuela? (no parece un verbo muy correcto... seguramente
funcionaría mejor “ilumina”) a su viudo padre en el aniversario del
fallecimiento de su esposa. Esto ayuda a entender e imaginar, a recordar y
serenarse, a un adulto que entiende el hecho de la muerte, uno del que por
ahora no nos podemos escaquear, como algo triste y descorazonador.
Una vez más un libro que discurre por el concepto de la
muerte, del paraíso y del duelo, pero con una perspectiva un tanto subversiva
donde la imaginación infantil pone el punto subversivo a la mirada adulta, una contaminada
por los males del mundo que tanta infelicidad acarrean.
Les confesaré que, en mi caso la construcción del discurso
ha sido un tanto enrevesada (cada uno tiene sus propias experiencias), pues el autor deja al libre albedrío del lector
una serie de respuestas inconclusas que a la vez son preguntas abiertas nunca
unívocas, pues esa complementación entre imágenes y palabras es tal, que
permiten al lector-espectador labrar su propio camino. Desde unas guardas que
funcionan a modo de prólogo y epílogo, hasta detalles gráficos hermosísimos
(¿Se han fijado en el reflejo del padre en el lago? ¿En las lágrimas que corren
por su mejilla? ¿En que Stian Hole utiliza elementos del Kunstformen der Natur de Ernst Haeckel y otros libros clásicos
sobre naturaleza para elaborar sus collages? ¿En ese océano lleno de
celebridades con tanto que decir?) que hacen de este álbum una belleza que
alegra el día menos esperanzador.
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