Aunque las marquesinas de
los autobuses empiezan a rezar que la primavera YA ha llegado
(¿les suena, no?) parece ser que este invierno se va a prolongar más
de lo acostumbrado. No sólo por la cadena interminable de borrascas
que han sobrevolado nuestra geografía durante las últimas semanas, sino
porque rompe de golpe y porrazo con esa idea instalada en nuestro
subconsciente del supuesto y eterno verano.
Mientras yo vivo
encantado, no sólo porque me encuentro mucho más activo con el frío
(con el viento no tanto) y no doy tiempo a que mi metabolismo
almacene tejido adiposo pardo, sino porque le estoy sacando partido a
las prendas de abrigo (que me cuestan lo mío), otros se ven más
jodíos. Que si una gabardina, un jersey mal traído, camisetas de
manga corta, abrigos de chichinabo... Lo suyo es sufrir más que
sobrevivir. Se lo digo yo que, cada día veo tiritonas de escándalo.
“Yo no sé cómo te atreves a venir de esa guisa, ¡con la que está
cayendo y tú en mangas de camisa!”. Así pasa, que pillan unos
resfriados que cortan lo humano.
La sorpresa viene cuando
te das un garbeo por las tiendas, ves como las maniquís lucen la temporada primavera-verano, sufres un perrequeque, y
afuera, a la intemperie y sin aire acondicionado, hay seis grados. De
pronto giras la cabeza y ves la cola interminable de la caja y ya es
cuando deseas con todas tus fuerzas sumergir a media España en aceite hirviendo. “Pero, ¿estamos tontos?” Pregunta mi madre con un codazo. Yo me resigno y
le digo que nos vayamos a toda mecha, no sea que de repente me
transforme en pirómano.
Lo mejor viene cuando
durante el fin de semana nos echamos a las calles, llenamos los
bares, las salas de cine, cafés, restaurantes y teatros, para certificar así la involución del ser humano, ese que gusta de pasar
calamidad vistiendo en el rigor del invierno hatos propios del
verano, para que el domingo se quintupliquen los casos de amigdalitis,
faringitis y pulmonía en las salas de urgencia hospitalarias.
Eso es de gente osada
que, como Irene la valiente, la protagonista de uno de los
libros de Willliam Steig (sí, sí, el de Shrek) que acaba de
reeditar la editorial Blackie Books, es capaz de enfrentarse a una
tormenta de nieve con tal de acercarle a la señora duquesa el vestido para
su cena de gala (¡Lo que hay que hacer para tener contenta a la
aristocracia!) y dejarse a su madre pachucha en la cama.
En el fondo Irene es
un ejemplo de sacrificio y perseverancia que al final obtiene un
premio más que merecido: el reconocimiento de todos los adultos,
incluida su madre, orgullosísima de una hija que no ceja ante nada. Pero por favor, si quieren que cunda el
ejemplo de esta niña, enfúndense en abrigos, bufandas,
gorro y paraguas, calzado de invierno, forros polares y guantes, que, a pesar de ser animales homeotermos, hace tiempo que perdimos el
pelo, uno cuyas funciones ha heredado la ropa. No sea que pillemos un
tabardo y tengamos que oír a nuestros padres “... ¡Jugarse la
vida por unos pantalones...! ¡Ole tus cojones!”
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