Domingo, tres de la tarde, parece que ya se acaba. Sentado
sobre la arena, bajo el sol de un otoño que parece primavera, ronda que te
ronda, la misma cantinela: trabajar, trabajar y trabajar. Como si no hubiera
otra cosa... No te olvides de esto, tampoco de lo otro. Que si el examen de los
de primero, mira lo del viaje, compra los aguacates, que no se te olvide la
basura, ¡ostias, la reseña!...
Regreso de la playa. No me equivocaba. Prisas, trotes y
galopes. Paquetes, ladrillos, laboratorio, lavadora, más reseñas… Sin disfrutar
del tiempo, siempre a la carrera. Después de unos días de ese caos (lo que nos
gusta comer a deshoras, perdernos, brujulear) tranquilo, el mismo verbo me
vuelve a asolar. Trabajar. Se ve que no soy el único, a juzgar por lo cansadas
que se ven otras miradas que resoplan sin cesar. Me las encuentro en el
supermercado, en la biblioteca y en el pasillo del hospital.
No todo es negativo… Mientras limpio el cuarto de baño, me
asalta un bonito recuerdo de escobas y fregonas, de agua y amoniaco. No, creo no
es tan malo trabajar. Una veces solo, otras, acompañado. La rutina muchas veces
te obliga a cavilar. Sobre ti, sobre el vecino, sobre aquellos que ya no están.
Discurrimos sobre cómo hemos evolucionado, unas veces para delante y otras como
cangrejos, hacia atrás (a eso se le llama ¿involucionar?). Por mucho que nos
invada, la monotonía del laboreo es una buena manera de conectar. No sé con
qué, pero al menos, lo hacemos.
Me paro en seco. Abro el libro. Sibylle Delacroix. Granos de arena. Lo acaricio, delicado. Amarillo
como el sol, como la cáscara del limón, como ese molinillo de papel charol. Dos
niños juegan. Construyen castillos en el aire. Como yo, también sueñan. Lo
cierro y me río. Pienso que ya vendrán otros días en los que mirar de nuevo el
mar, de cara, que me salude el levante. Retorno a los días pasados, me sumerjo
en la calma de nuevo. Mientras la brisa sopla y rompen las olas… “¡Qué más da!”
me digo “Román, blanquea la cabeza. Déjala al viento, con los granos de arena
volar.
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