miércoles, 10 de junio de 2020

De alumnos, maestros y escuelas



Durante las sesiones de evaluación a distancia que estamos desarrollando estos días para decir “goodbye” a un atípico curso escolar, me ha dado por pensar en mis alumnos, unos que han estado muy presentes en mis oraciones matutinas.
Yo pedía a las musas, a los hados y a cualquier divinidad que quisiera prestarme atención -unas veces me da por el politeísmo y otras por el desesperanzado ateísmo- que los atendieran bien, que les amparasen y guiasen en este duro camino de las plataformas educativas on-line, de los enteraos de YouTube, de mis vídeos caseros (menos mal que un servidor tiene experiencia), de los cuestionarios y esas tareas con fecha de entrega (que por cierto, muchos se han pasado por el forro).


Siendo honestos, la cosa ha pintado bien, pero déjenme decirles que mientras muchos chavales han trabajado lo que no está escrito (al principio, esto parecía una academia de alto rendimiento), otros han buscado sus mañas para no dar palo al agua... ¡Qué capacidad para repartirse el trabajo! ¡Qué rapidez para buscar la solución en San Google!... Atónito me he quedado.
Mientras yo les dejaba hacer, ellos se pensaban que me chupaba el dedo, el clásico de los años de estudiantina en los que la osadía es el santo y seña. Lo que no saben es que más sabe el diablo por viejo que por diablo, sobre todo cuando se trata de un crápula como es mi caso. A veces me cuelan alguna, no lo voy a negar, pero la mayoría de las veces, cuando ellos van, yo vuelvo.
No obstante les confieso que los maestros tenemos bastante clara la nota de un alumno después de unos meses observando su trabajo y evolución, y que ya tiene que cambiar mucho la cosa para sorprendernos en mitad de junio, algo a lo que por supuesto estamos abiertos (¡Oportunidades que no falten en aras del reconocimiento).


Y con tantas notas medias y redondeo de por medio, llegamos hasta uno de esos libros ideales para terminar la escuela y regalar a los maestros (yo nunca recibo tantos honores, snifff…). El burrito que quería aprender a leer, con texto de Mila Punzano e ilustraciones de Eva Sánchez (editorial Degomagom) narra la historia de un burro que, cargado de leña, pasa todos los días junto a su madre por la puerta de la escuela y, con el beneplácito del maestro decide acudir a clase todos los días para aprender a leer.
Con un texto directo y sin pretensiones, esta pequeña fábula contemporánea que además rinde tributo a la figura de los maestros, busca una explicación al rebuzno de estos equinos y de paso consigue dar un especial empujón a esos críos que se sumergen en el universo de la lectura.


Acompañadas de unos recursos bastante interesantes como las tapas y guardas peritextuales (fíjense bien en el relieve de portada y contraportada porque me parece un detalle maravilloso), sus ilustraciones coloristas y expresivas interaccionan mucho con esos lectores que, como un servidor, se pirran por los detalles (¿Han visto cómo el haz de leña pasa a ser un manojo de lápices?), las transformaciones (ese profesor emulando vocales no tiene desperdicio), las perspectivas cinematográficas, lo onírico (¡Vivan los sueños!) y las metáforas (burros desnudos vs. burros vestidos, ¿por qué?).
Y tras la perorata de hoy sola falta decir “¡Viva la escuela manque pierda!


1 comentario:

Yesika Pkzo dijo...

Nunca te lo he dicho pero, a parte de conocer verdaderas obras de arte gracias a ti, como esta de hoy, me encanta tu forma de escribir porque siempre SIEMPRE estás cargado de conocimiento/sabiduría y de gran humor y hay mucha carencia de ambas cosas hoy día (por supuesto,desde mi punto de vista!)