martes, 26 de enero de 2021

De sociedades líquidas y ascensores transformadores


Pa’ La Llorona. 

Hace un tiempo que Zygmunt Bauman me viene rondando la cabeza. Un cúmulo de cosas me llevan a pensar que quizá tenía razón y que sus teorías podrían ser válidas aunque en principio no las tomara muy en cuenta en esto de la modernidad, más que nada porque 1) huyo de todo aquel que sea foco de opinión (cuando este señor murió hace años a todos los progres les dio por tirarse pedos de colores a costa de sus reflexiones) y 2) desde mi perspectiva social veía muy lejanos sus axiomas.
Para los que no estén familiarizados con la filosofía de este polaco nacionalizado británico les diré que, entre otros, acuñó el término “modernidad líquida”, un contexto donde las relaciones sociales pierden solidez, pues la identidad individual pasa por una constante adaptación de nuestros valores, siempre auspiciada por factores como las redes sociales, el consumismo o el colectivismo. 


En términos sencillos, Bauman ve en los bienquedas, los borregos y los caprichosos, un nuevo biotipo que huye de los principios –morales o no- y se apunta a todo aquello que lo beneficie. Los ejemplos búsquenlos en preguntas como ¿Por qué ha cambiado tanto el concepto de amistad? ¿Por qué triunfan las compras on-line? ¿Por qué todo el mundo se apunta al postureo de los #metoo y #blacklivesmatter? 
He de confesar que en 2017, cuando murió, no me gustó nada el cariz que adoptaron los alegatos que ensalzaban su obra (de tanto relacionarlo con el buenismo social se me hizo bola), pero ahora que habito otro contexto más real, el de la pandemia, coincido bastante con su visión, sobre todo porque constato día a día el aislamiento afectivo al que nos hemos abocado durante las últimas décadas. 


Nos pirramos por parecer más comprometidos, por entender y empatizar con todo y todos. Despreciamos instituciones básicas como la familia o el matrimonio, pero confiamos en otras mastodónticas como el estado o los organismos internacionales. Apoyamos causas que ni nos van ni nos vienen, pero nos pasamos el día jodiendo al vecino. Consideramos necesarios bienes que no lo son y compramos compulsivamente para alcanzar una felicidad irreal. Nos parapetamos tras el Whatsapp o la pandemia para no afrontar los conflictos cercanos. Somos incapaces de abrazar a nuestros hermanos o llorar junto a los seres queridos, y mientras tanto, buscar refugio en terapeutas y desconocidos. Alimentamos nuestras carencias a base de “me gusta” y palabras vacías. Nos enfrentamos a nuestros complejos desde la complacencia, las consignas y la corrección política. Renunciamos a ser humanos. 
Déjense de milongas pues no hay más ciego que el que no quiere ver. No sé qué les parecerá a ustedes pero yo creo que estamos hechos unos gilipollas y que estaría bien ir pensando en darle unas vueltas al asunto, quitarse la venda de los ojos, dejarse de tanta autocomplacencia y vivir. 


Nos hemos acostumbrado a que la vida sea como un ascensor abarrotado de gente, a ocupar 30 cm3, no despegar el pico y esperar impacientes a llegar a nuestro destino sin más contacto que el del aire que respiramos. Algo en lo que la siempre sorprendente Yael Frankel se ha centrado para desarrollar El ascensor (editorial Limonero), una doble historia sobre las relaciones que se establecen entre los habitantes de un edificio que coinciden en un ascensor medio escacharrado que ejerce de máquina transformadora. Seis personajes en busca de humanidad que gracias a dos bebes, una tarta y una fábula hermosa, tejen un vínculo especial que perdura en el tiempo y que tienen como protagonista a un niño tímido que acompañado de su perro, ejerce de primer narrador. 
El formato, alargado y vertical, es el más adecuado para una narración que sube y baja. Las ilustraciones en blanco y negro con unas mínimas pinceladas en rojo, además de encontrar en un damero el recurso ideal para construir los distintos pisos, sugieren un universo desdibujado que se llena de las técnicas variadas que utiliza la autora argentina. 


Todo se combina para erigir un relato donde realidad y fantasía se cogen de la mano, se funden en una suerte de cuento sobre personas solitarias que se encuentran en un viaje mínimo, y que, lejos de ser el fiel espejo de todo lo que he contado sobre esas relaciones líquidas, supone un canto esperanzador sobre el encuentro tangible y todo lo que nos pueden ofrecer los demás. 
No se olviden de buscar las metáforas, las coincidencias, los pequeños detalles (¿Lleva el protagonista el globo durante todo el trayecto? ¿A qué les recuerda el tocado del señor mayor?), pero sobre todo, no dejen escapar esa sorpresa cumpleañera que se esconde en la guarda trasera. 
¡Feliz semana!

1 comentario:

Esther dijo...

No leí en su dia ese ensayo que se hizo tan famoso, me echaba para atras lo mismo por lo que a ti se te hizo bola. Igual lo leo ahora. No sé si te lo he dicho alguna vez, pero me encantan tus posts, la manera que tienes de enlazar la realidad con los libros. Un abrazo