Me decía el otro día la María José que no entiende cómo no le saco más partido a mis viajes en esto de las redes sociales. Le respondí que bastante trabajo me daban los libros para críos, como para apuntarme a otro bombardeo. Eso sí, si llego a saber que tengo tanto tirón, me hubiera montado un blog de viajes y convertido en un Phileas Fogg contemporáneo.
Si bien es cierto que la broma te sale gratis cuando estás macizorro o te recorres todas las plazas del mundo dándote besitos con tu pareja, seguro que el menda lerenda hubiera encontrado la forma de hacerse querer entre los trotamundos. Alguna tontuna hubiese inventado para que me hubieran mandado como reportero a Nueva York, Sidney o las Bahamas.
Aunque estas alturas de la vida he visitado más de quince países (no está mal teniendo en cuenta que ninguno de esos viajes ha sido muy convencional), todavía queda mucho por recorrer. Aunque reconozco que me gusta mucho (demasiado, diría yo) Europa, no me importaría ir a Canadá, Nueva Zelanda, Costa Rica o Japón.
Ni qué decir tiene que todavía me falta por conocer gran parte de España, una falta que estoy empezando a subsanar desde que retomé la insana costumbre de visitar a conocidos y allegados (N.B.: No descarten que algún día me presente en sus pueblos y ciudades si es que tienen a bien recibirme con vino y aperitivo).
Es una pena que hace años los smartphones fueran una castaña y yo siempre me haya negado a cargar con la cámara de fotos. Les hubiera enseñado sitios estupendos, juergas para quitar el sentío, gente maravillosa… Pero por otro lado también me alegro de que todas esas experiencias hayan quedado guardadas en mí memoria. En parte son personales y no me apetece compartirlas con nadie aunque de vez en cuando deje que afloren a la superficie como meras anécdotas del pasado.
Lo más curioso de todo es que, a pesar de los kilómetros que llevan a cuestas mis riñones, cada vez camino más liviano. Conforme pasa el tiempo se hacen llevaderos, más todavía cuando vas soltando lastre. Echas la vista atrás, recorres espacio y tiempo, apenas te reconoces (la física y sus paradojas...) y sonríes como un tonto al percatarte de la importancia que tiene cada paso insignificante.
Y así, con cierta intensidad, llegamos a Cuentakilómetros, un libro de Madalena Matoso que está publicado por la editorial Coco Books y se me había escapado. En él, tomando como punto de partida un viaje en automóvil y el recurso narrativo de las pestañas móviles, la artista portuguesa se marca un libro juego (casi)infinito y bastante interesante.
Escenarios variados, familias en la carretera, todo tipo de circunstancias (desde atascos terribles a indeseables pinchazos), guiños geniales y un montón de detalles (no se olviden de leer la guarda trasera porque encontrarán el inventario de todo lo que hay que buscar en él), articulan una historia que se desborda gracias al lector-espectador y la magia que subyace en cada odisea por pequeña y cotidiana que sea.
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