Preguntar puede ser bastante incómodo, pero al mismo tiempo gratificante, sobre todo si recibes una respuesta nutritiva (cosa que no siempre sucede) y nadie te propina un zarpazo por haberte inmiscuido en la vida privada del otro.
Las preguntas pueden ser inocentes o con mucha enjundia. Hay preguntas fáciles que pueden ser laberínticas y preguntas muy complejas que la mayor parte de las veces tienen una solución más que sencilla. Las hay inocentes y con mucha maldad. Hay preguntas delicadas y otras que se hacen a bocajarro. Indiscretas o sutiles, también. Las más divertidas son las picantonas y las más esquivadas las monetarias.
Preguntar bien es todo un arte, por eso no sabe hacerlo cualquiera. La mayoría de las personas preguntan para matar la curiosidad, no para enriquecerse con nuevas preguntas. He ahí la clave. Preguntar para aprender, aprender preguntando, algo que echamos de menos los que enseñamos, sobre todo en un tiempo en el que la inteligencia artificial, las redes sociales o San Google capacitan a cualquier inepto para sentar cátedra.
Es extraño el poder de las preguntas. A veces nos aúpan y a veces nos derriban. Un hecho tan cotidiano como el extrañamiento, esa entonación que las acompaña, puede acabar con la carrera de un político, dejar patidifuso a un profesor o despertar el letargo de un premio Nobel.
Y pregunta a pregunta, me detengo en las que nos proponen Mac Barnett y Christian Robinson en su último álbum. Publicado por Libros del Zorro Rojo hace unos meses, este libro titulado Veinte preguntas nos propone un juego donde la imaginación y las posibilidades se combinan para interpelar al lector.
Y es que conforme vamos pasando las páginas, nos encontramos una imagen acompañada de una pregunta curiosa que interpela a los lectores desde el extrañamiento. Algunas suponen escondites ilustrados, nos invitan a identificar animales o descubrir formas sencillas, algunas nos seducen con la aritmética y la mayoría invitan al disparate. Interruptores fantásticos que desde el surrealismo nos hacen reír y ponen a prueba nuestra inteligencia en un escenario donde todas las respuestas son posibles.
Preguntas e imágenes se articulan en una propuesta muy lúdica donde, además de lecturas muy variopintas, genera un discurso diferente con cada lector-espectador. Una especie de algoritmo narrativo en el que caben montones de suposiciones (y por tanto historias) diferentes. Incógnitas y surrealismo, detalles (¿se han fijado en las guardas?) y estampas bucólicas e inquietantes se columpian en un álbum sencillo que bien puede servir para entrenar a los escritores y guionistas del futuro.
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