lunes, 6 de enero de 2025

Regalos de ¿reyes?


Mientras todo quisqui abre sus regalos al calor del roscón, yo me levanto como cualquier otra mañana, levanto la persiana y dejo que el sol ilumine mi cara. No hay nadie en el parque. Qué raro… Hace no tanto, el Día de Reyes, las plazas y jardines se llenaban de críos dándole patadas a balones relucientes, montando bicis nuevas o jugando con cualquier otro artilugio. Y tampoco llueve ni hace demasiado frío… ¿Me habré equivocado de hoja del calendario?


Como ya he apuntado en otras ocasiones, el nuevo modus vivendi está modificando nuestro día a día a pasos agigantados, más todavía en una infancia ñoña y desinfantilizada (¡Menuda paradoja!) en la que la superabundancia resta importancia a lo que se supone deberían ser enormes sorpresas llenas de ilusión.
Muchos hijos, nietos y sobrinos únicos en los que volcar nuestras cuentas corrientes llenan sus habitaciones de todo tipo de objetos mientras les hacemos prescindir de tiempo de calidad. Es curiosa la forma que tenemos de redimir nuestros pecados en este siglo de nula religiosidad.
Al final, cualquier chiquillo tiene llena la habitación de coches teledirigidos, muñecas autómatas, drones, patinetes eléctricos, videoconsolas y tablets. Una vacía felicidad que solo entiende de frustraciones paternas (las infantiles y las adultas), caprichos sin sentido e inercias sociales que abocan al sinsentido del agasajo. Quizá sea lo lógico en un país como este donde la pobreza intelectual campa a sus anchas y las nuevas clases medias se aferran a las tradiciones para justificar sus actos... El mundo al revés...


Conmigo que no cuenten. En mi casa no se solía celebrar la Epifanía. Nunca he recibido montones de obsequios siendo un niño. Tampoco me han hecho falta. He aprendido a conformarme con lo que tenía, incluso lo agradezco sobremanera, pues he aprendido a prescindir de lo material, sobre todo de lo innecesario.
Incluso, esas limitaciones, a mis taytantos, son un acicate para las casualidades y transforman lo cotidiano en una verdadera sorpresa. Véase como ejemplo el libro de hoy, uno que me he encontrado en la feria del libro antiguo y ocasión, el único regalo que he recibido aunque me lo haya hecho yo mismo.


El viaje de Lisa, un álbum de Paul Maar y mi admiradísimo Kestutis Kasparavicius, publicado por Fondo de Cultura Económica, es una oda a la imaginación (como muchos otros libros de este tándem de autores) desde que su protagonista se mete en la cama hasta que se despierta a la mañana siguiente. Es así como visita la Tierra de los Círculos, el País de las Mil Esquinas o el País del Color Rojo. Todos ellos son lugares la mar de curiosos en los que desgraciadamente no es bienvenida, por lo que siempre encuentra la forma de escaparse.


Si bien es cierto que la estética es similar a otros álbumes del lituano como El país de Jauja o Huevos de Pascua, en esta historia, los autores hacen un guiño a la línea argumental de Alicia en el país de las maravillas, una niña que se va topando con lugares y sociedades muy particulares y un tanto ininteligibles donde no tiene cabida.


Del mismo modo, Maar y Kasparavicius unen su pluma y pinceles para generar escenas surrealistas donde las formas, los colores y la perspectiva, elementos muy comunes en ciertas etapas del aprendizaje infantil, generan situaciones caóticas en las que el espectador se sumerge y disfruta de los conceptos. Del mismo modo, juegan con esa dicotomía realidad-imaginación que tanto me gusta a base de los detalles un tanto ambiguos que aparecen en la habitación de Lisa (fíjense en los cuadros, el gesto de la muñeca, la posición de sus pantuflas). ¿Todo esto habrá sucedido de verdad?

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