Ser viejo es una lata. Y si no, que se lo digan a nuestro continente. Quien no sepa que Europa es un museo, ya puede ir haciéndose a la idea. Con su larga historia, sus ciudades monumentales, sus democracias centenarias, su estado del bienestar y sus tradiciones, dudo que sea capaz de subsistir al siglo XXI como siga con la marcha que lleva.
En un panorama capitalista y liberal, los burócratas de la Unión siguen aferrados a unas ideas inmovilistas y obsoletas que poco tienen que hacer contra China, Estados Unidos o Canadá, las llamadas potencias mundiales. Por muy especiales que nos creamos, hasta la Intemerata se ríe de nosotros y exprime los cuatro duros que quedan en los bancos alemanes.
Según los últimos informes, Europa tiene un gran capital intelectual, un montón de start-ups que se esfuman de nuestro entorno cuando todos esos países que aspiran a controlar el mundo se encaprichan de ellas. Condenada a ser un parque temático en el que el turismo campe a sus anchas, vive a expensas de otros y su caridad.
Lo peor de todo es que todavía estamos a tiempo de reaccionar. Apuntarnos a gimnasia de mantenimiento, hacer valer nuestra experiencia, ponernos al día. Digitalización, inversiones, planes de modernización, diversificar amistades, fijarnos en otros más lozanos. Se trata de subsistir con dignidad, que apoltronarse en el sofá está contraindicado para la supervivencia.
Dejémonos de disputas ajenas, los prejuicios y demás vainas que no nos atañen. No hay tanta diferencia entre jóvenes y ancianos. No hay cosa peor que dejarse subestimar. Y si todavía no se han dado cuenta, aquí les dejo un título que les iluminará.
¿Es muy diferente ser viejo?, escrito por Bettina Obrecht, ilustrado por Julie Völk y publicado por Lóguez hace unos meses, hace una comparativa muy ejemplificadora entre los pormenores de la tercera edad y la infancia. ¿Cómo nos cambia la vida cuando nos hacemos mayores? ¿Nos gustan las mismas cosas que a los niños? ¿Nos sentimos del mismo modo? ¿Podemos hacer cuestiones similares? Utilizando las actividades cotidianas, las autoras alemanas nos van desgranando con tono poético lo que nos acontece cuando llegamos a cierta edad.
Con lápices de colores y aguadas donde las pinceladas verdes, azules y rojas se funden (me gusta mucho ese contraste), van articulando un diálogo entre un par de críos y su abuela, mientras comen, juegan en el parque o acuden a la feria. En realidad no hay tantas diferencias entre los unos y la otra, simplemente cambia la perspectiva.
Si bien es cierto que yo hubiera sido más ácido (los viejos se las traen…), este álbum entrañable tiene montones de detalles (¿Se han fijado en la señora de los globos? ¿Hacia dónde se dirige?) y metáforas visuales (me encanta como los recuerdos y anhelos se representan con ese trazo rojo y fino) que crean una atmósfera cálida, pero nada inocua, que se atreve a hablarnos de conceptos muy peliagudos (¿Adivinan cuáles?).
Lo dicho: cumplan años, pero con mucha dignidad.
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