La muerte en los álbumes
ilustrados es un tema más que trepidante, que ha dado para un sinfín
de estudios académicos y divulgativos sobre esta parcela
controvertida de la LIJ, más todavía si tenemos en cuenta las
sinergias que presenta un género tan apasionante como el del álbum
que tanto, bueno y malo, está dando al panorama de los libros para
niños durante los últimos años.
La muerte, ese hecho
icontestable que pertenece a la dualidad humana y que mueve nuestra
naturaleza, toma distintas formas en los álbumes ilustrados, así
como variadas interpretaciones.
Sobre las
representaciones que la muerte toma en los álbumes ilustrados
podríamos empezar y no parar, no sólo porque sería un ejercicio
muy descriptivo, sino porque generalmente se adscriben a la esfera de
la fantasía propia o ajena de cada autor. Hay quienes que la
representan en forma de monstruo irascible, otros a modo de ente
sutil y delicado, y los demás prefieren hacer referencia a las
formas más clásicas en las que capa y guadaña son el santo y seña
de la hora postrera. Todas válidas y todas asimilables por el lector
si están bien inmersas en el contexto narrativo.
Lo que sí me resulta
mucho más llamativo e interesante es el significado, el sentido que
tiene la aparición de la muerte dentro de la literatura para niños
y jóvenes, un discurso que se suele relacionar con las diferentes
religiones que pululan por el mundo. Me explico... Si se dejan
seducir por las historias donde este hecho está presente, podremos
observar que la muerte tiene múltiples facetas. Liberadoras,
trágicas, esperanzadoras o normativas. Todas ellas dependen de
manera explícita o implícita, en mayor o menor medida, del sentido
que católicos, judíos, musulmanes, protestantes o budistas hayan
querido imprimirle. Esto no quiere decir que los diferentes autores
expresen en su respectivo universo sus propias creencias, sino que la
muerte, como todos los aspectos globalizados de la vida, empieza a
cobrar la misma naturaleza polifacética que otras parcelas sociales,
algo que se puede observar en la evolución de las historias para
niños desde hace cien años a esta parte. Mientras que en inicio
estas obras sobre nuestra condición efímera se cargaban de hondo
pesar y maneras trágicas en las que primaban el miedo y la apuesta
por lo vital, conforme han ido pasando los años adquieren un cariz
mucho más normalizado y racional donde el lector se abre a un amplio
abanico de posibilidades, comprensibles o no.
Asimismo también sería
interesante poder captar la impresión que las ilustraciones tienen
sobre la interpretación de bastantes obras clásicas -cuentos sobre
todo- que tienen como protagonista a la muerte. Sin ir muy lejos
podríamos establecer la comparativa entre las ilustraciones de El
gigante egoísta de Oscar Wilde, una historia en la que el
protagonista fallece y que ha sido ilustrado por excelentes artistas
como Lisbeth Zwerger, Wladimir Woglialo, Alexis Deacon, P. J. Lynch,
Ritva Voutila o Charles Robinson. Mientras que unos beben de cierto
tenebrismo y dramatismo, otros imprimen luz y colorido a la misma
escena. Es decir, la retina capta una impresión diferente gracias a
la pareja blanco-negro que se asocia sin remedio a
celestial-infernal.
Si a ello unimos que
dependiendo del estilo de la ilustración se pueden establecer juegos
de impresiones en los pequeños lectores, la cosa se complica todavía
más ya que, no es lo mismo contemplar una muerte como la de Pequeña
parka (Squilloni & Faber, 2009, A buen paso) que la de Inés
Azul de Pablo Albo y Pablo Auladell (2010, Thule). El trazo
rápido, el carácter de historieta, lo figurativo de las imágenes,
el volumen o la composición de la página pueden ayudar a que el
discurso se fabrique desde un prisma diferente al esperado y el humor
o la gravedad inunden las ideas.
Es así como llegamos a
otra muerte, la de Soy la muerte, escrita por
Elisabeth Helland Larsen e ilustrada por Marine Schneider (2017, Barbara Fiore Editora y que forma tándem con Soy la vida, libro de las mismas autoras), una muerte
azulada que monta en bicicleta, que camina por un mundo real y
onírico, que juega con nosotros en escenarios claros y desempañados,
sutiles y a veces silenciosos en los que el lector puede realizar más
de un ejercicio introspectivo que puede desbordar sobradamente las
páginas gracias a lo poético.
A un lado dejo el debate
que provoca la conveniencia o no de este tipo de libros entre los más
jóvenes de la casa. Seguramente unos adultos piensen que es
favorable y otros piensen que los libros infantiles deben preocuparse
por otros menesteres, no sea que algunos se obsesionen con ciertos
temas para mayores.
Lo único que sé es que,
en lo que atañe a la muerte, hay que ser un poco monstruos. No sea
que te veas como la Paca, una amiga que roza la cincuentena... Desde
que murió su anciana madre, está desubicada, abandonada, olvidada,
laberíntica digamos. Nadie entiende su triste camino. Nadie
comprende su pesar, ese de la soledad. Que si ha de sobreponerse y
dejar de llorar. Leyes de vida dicen por aquí, enmadrada, dicen por
allá. Pero lo que le ocurre a la dulce Paqui es que está perdida,
nada más.
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