Con unos cuantos años sobre la espalda, permítanme que desconfíe de todo lo que veo, oigo, palpo y hasta siento. No tiene nada que ver con un fallo sensorial (todavía mantengo mi organismo dentro de unos estándares medianamente aceptables), ni tampoco con un trauma de niñez. Más bien se trata de un entorno lleno de apariencias que nos asola la percepción. Un juego que trasciende lo creíble y se sirve de artefactos para difuminar las fronteras entre el ser y el parecer. Y así pasa, que esto parece el mundo al revés.
Pensamos que los ricos son más pobres que las ratas, mientras los miserables tienen más cuartos que pesan. Los feotes lucen bien atractivos en Instagram, los guapos de verdad pasan desapercibidos y los atractivos deslucimos lo que no está escrito. Los influencers no saben de nada pero dan lecciones de todo, y los que se pasan la vida estudiando viven entre sombras y flexos esperando que alguien les pregunte. El ciudadano es una marioneta al servicio de las urnas y el político es un parásito mediático.
No se empeñen, hoy debemos cuestionarnos todo más que nunca. En un terreno donde el postureo y el artificio campa a sus anchas, y los farsantes nacen como setas en mitad de una muchedumbre ignorante e imprecisa gobernada por la impostura y la ideología, cabe hacerse muchas preguntas.
Bucear entre la información contrastada y fidedigna, obviar la morralla y la inconsistencia y aferrarse a la actitud crítica, es la única vía para acercarse a la objetividad y la clarividencia.
Las mentiras emotivas, las preverdades, las fake news, las medias verdades o la posverdad son instrumentos se encuentran más vivos que nunca un relato social que gira en torno a intereses sentimentales, comerciales o políticos, y abandona lo literario, un ámbito donde sí es lícito a la hora de urdir tramas y constructos ficcionales que nos diviertan y entretengan.
Algo que sucede en obras como el ¡Oh! de Josse Goffin, el álbum que regresa a las librerías por enésima vez gracias a la editorial Kalandraka y que hace las delicias de todo el que se acerque a disfrutar de sus juegos visuales.
Una vez más nos topamos con un objeto-libro que nos invita a desplegar las páginas y establecer sinergias. Constatar que detrás de cada objeto cotidiano se encuentra un universo onírico, donde realidad y fantasía conviven. Cada imagen es un eslabón de una cadena que articula una historia (algunos dirían que circular) donde las referencias prescritas en el ideario colectivo se rompen y construyen una y otra vez.
Sin más palabras que las del título, el autor belga nos invita a zambullirnos en esta historia que busca escritor, a disfrutar de lo que parece pero no es, una caja de sorpresas, en apariencia simple, en la que conviven peces, pinzas de la ropa o tazas junto a personajes disparatados y coloristas que disparan la inventiva del espectador.
Un libro de adivinanzas que ha cumplido las tres décadas pero sigue habitando entre nosotros como claro homenaje a las manzanas verdes de René Magritte y la famosa pipa que no es una pipa. Recomendadísimo en este época de engaños visuales.
P.S.: Y del mismo autor ya les reseñaré ¡Ah!, que esa es otra historia...
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