lunes, 18 de octubre de 2021

Huir


Durante este verano y desgastado por un año y medio de pandemia y otras miserias humanas, decidí abandonarme a la suerte por los pueblos remotos del Camino de Santiago. Desde Roncesvalles al cabo de Finisterre. Más de 800 kilómetros a pie cruzando Navarra, La Rioja, Burgos, Palencia, León o Lugo, tierras surcadas por una senda desconocida que rebosaba de sustancias con las que alimentar un alma perdida entre tanto sinsabor diario.


Si bien es cierto que huir de los problemas cotidianos tiene un ligero regusto a cobardía, en cada huida también hay algo de valentía. Romper con el confort que nos da el hogar, la familia o los amigos siempre es loable. Enfrentarse a un nuevo orden que nos permita tomar distancia y perspectiva, que abra grietas por donde supuren los miedos y se liberen los lastres, es más que importante.
Huir es un verbo tan oscuro como luminoso. Oscuro porque la mayor parte de las huidas se hacen al amparo de la noche. Luminoso porque durante la huida podemos conversar con otros, con nosotros mismos, escuchar tristezas y anhelos, llenarnos de experiencias y aventuras que traigan otras luces, nuevos colores con los que afrontar cada realidad y, sobre todo, retomar la humanidad.


Huimos porque necesitamos ese espacio y ese tiempo, el que cada uno quiera. Huimos porque sí y también porque no. Para aferrarnos o liberarnos. De uno mismo, de vosotros, de cualquiera. En busca de un lugar seguro, o quizá otro más peligroso que el que habitamos. En el que despedazarnos, detenernos, recrearnos, crecer o menguar. Cada huida es la fuga de una cosmovisión distinta, algo que ya es bastante extraordinario.
Lejos del misticismo, de lo terapéutico, de la magia que envuelve cada huida, todas coexisten en eso que llamamos soledad, una soledad compartida en la que cada uno de nosotros tiene una senda personal e intransferible.


Y si no saben a qué me refiero, les dejo con La noche de la huida, un libro de Adolfo Córdova y Carmen Segovia (ediciones Ekaré) donde podemos toparnos con la multiplicidad de significados que puede tener marcharse. Hacia delante o hacia atrás, búsqueda espiritual o acicate del futuro, todas las interpretaciones valen.
Con un texto breve, complejo y muy plástico, Córdova echa mano de los recursos metaliterarios e incorpora palabras que conforme se pronuncian, atraen a la memoria las reminiscencias de todos esos cuentos que, como alimento, ceban el ideario colectivo. Guisante, fósforo, bruja, rueca o cabaña son el resorte que nos tranquiliza y nos acuna. El gato con botas, Pulgarcito o Blancanieves. Narraciones que emanan del recuerdo en un momento de angustia, desconcierto o flaqueza para construir un imaginario en el que estar y soñar.


Por su parte, Carmen Segovia ha elaborado para la ocasión unas ilustraciones potentes y severas, donde el contraste entre el rojo, el azul cobalto y el negro ayuda a crear ese ambiente de los bosques sombríos y desconocidos que llenaban las historias de otros niños, y que, además de destilar misterio, se llenan de movimiento gracias a composiciones estudiadas.
Troqueles circulares que invitan a la huida nocturna, o guiños que aportan cohesión a una historia donde el lector rellena esos huecos narrativos, son una invitación a la lectura de cualquier huida, o mejor dicho, a huir con la lectura a cualquier lugar.

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