Cuando
cosas como el reciente contagio de ébola suceden, uno se da cuenta cómo es
el país en el que vive... Uno percibe el ambiente enrarecido, sobre todo cierto tufo a ignorancia: la ignorancia del populacho (ese que opina, desconoce
y ajusticia sin piedad), la ignorancia de la clase política (una que, sin
encomendarse a Dios ni a la Santísima Virgen, se mete en camisas de once varas
con la esperanza de arañar unos cuantos votos), la ignorancia de las
farmacéuticas (las más beneficiadas en estas lides), y, para terminar, la
ignorancia de los enfermos y las víctimas (figurándose peleles con los que siempre
se juega).
Nadie
sabía qué era el ébola hasta hace dos días (y eso que lleva casi cuarenta años
en conocimiento de las autoridades sanitarias internacionales y está catalogado como
un virus de bioseguridad de nivel IV -el más elevado-), y ahora todo quisqui ha
hecho tesis doctorales acerca de este filovirus a base de guasap y otras
aplicaciones perversas para poner en entredicho las palabras de nuestros, tan
queridos, como odiados, médicos y especialistas sanitarios (entre los mejor considerados del mundo, he dicho).
Aparte
de la alarma social que este bichito está causando por todo el globo, lo más
llamativo son las decisiones de los gobiernos (propios y ajenos) en estas
lides. Esas que, envueltas en un edulcorado buenismo y algún que otro complejo,
han introducido en occidente a conciudadanos contagiados de esta enfermedad, poniendo así en peligro al resto de la población, en una alarde humanitario y
muy familiar de compartir las desgracias ajenas con sus votantes. Como apunte y
por si acaso se olvidan, diré que con la salud (esa de la que sólo nos
acordamos en el sorteo de lotería navideño) no caben paños calientes, sino
celeridad y mano firme.
Al
otro lado está la oposición con sus ganas de enardecer a las masas (siempre
vemos la paja en el ojo ajeno… ¡Qué tristeza más grande!), los sindicatos y las
suculentas tajadas a instancias de la prevención de riesgos laborales, las farmacéuticas frotándose las manos, y los españoles
cagados a base de televisión y radio. Esperemos que algún valiente le quite
hierro al asunto con sorna y chiste, porque si no, ¡este cementerio irá para
largo!...
Dejando
para el final a las asociaciones animalistas y a algún que otro marido
desquiciado que anteponen la salvaguarda de un can a la de cientos de vecinos (N.B.: A todos estos los encerraba yo en alguna mina abandonada junto a un par de rehalas envenenadas con esta mortífera arma biológica), llegamos al libro de hoy.
Sobre El perro negro (¡Ya les llamé la atención sobre él en mi selección de
libros foráneos del 2013!), un álbum ilustrado (también ganador del premio Kate Greenaway, todo sea dicho) de
Levi Pinfold y (co)editado en castellano por Nubeocho y Pepa Montano, sólo podemos decir que es maravilloso.
En él, un perro gigantesco que merodea los alrededores de una casa tiene acojonada a toda la familia. Pero como por arte de magia y a instancias de la niña protagonista y su mirada bondadosa, se va haciendo cada vez más pequeño, menos peligroso para los habitantes de la vivienda.
Con una ilustraciones con una clara perspectiva cinematográfica en la que los planos se deforman por las lentes y los contrapicados buscan la sorpresa del lector-espectador que disfruta del magnífico colorido y los detalles de un universo muy hogareño y acogedor (fíjense en las habitaciones, en el menaje del hogar, en la ropa...), este genial autor nos presenta un libro que habla sobre los miedos ¿infantiles?, cómo enfrentarse a ellos y el proceso que los disipa y aligera. Algo que esperemos también suceda con este enemigo que ha
sorteado nuestras fronteras y al que tanto empezamos a temer, llamado ébola.
En él, un perro gigantesco que merodea los alrededores de una casa tiene acojonada a toda la familia. Pero como por arte de magia y a instancias de la niña protagonista y su mirada bondadosa, se va haciendo cada vez más pequeño, menos peligroso para los habitantes de la vivienda.
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