El
engaño es el pan nuestro de cada día. Desde que nacemos nos enseñan a creernos
a pies juntillas todo lo que nos cuentan. No sé si para inculcarnos esa
hipotética ignorancia que nos proveerá de la felicidad necesaria para soportar
el peso de los días, o para manipularnos al antojo de los tiempos y las
necesidades… Creo que, en el fondo, se trata de una emulsión de ambos fines:
por un lado nos avían de espejismos, por otro amordazan nuestra alma para
convertirnos en marionetas de este teatro que se figura la vida.
Empiezan
contándonos que si vendrá el coco y nos comerá, siguen con que los niños buenos
van al cielo o que si el caballo de Santiago es blanco, y al final, terminamos
por adivinar que es mejor no creerse nada que venga de la abuela Paca, el
inspector de turno o un ministro apellidado Montoro (tanta recuperación y “El
Corte Inglés” ha empezado a vender deuda... ¡Agárrense que vienen curvas!).
El
caso es que desde temprana edad hasta bien entrados en años, debemos vigilar
con cautela a todo aquel que nos quiera vender una moto, no sea que nos la dé
con queso y alguna que otra tara, para terminar viajando sobre una cafetera con
neumáticos a lo largo de carreteras plagadas de quitamiedos (¿ven?, incluso la
semántica es dudosa, ¡¿por qué los llaman así con lo peligrosos que son?!).
Lo
dicho: es mejor empezar a desterrar de nuestra metodología las cartillas Rubio®
(no se echen las manos al moño ya que otros, léase finlandeses, quieren
erradicar la escritura en pro de otros lenguajes más útiles… Y yo sigo
dictando, ¡seré subnormal!), barrer de las aulas esa estupidez titulada
“Educación para la ciudadanía” y enseñar a nuestros pupilos el cómo
desenmascarar a un embaucador. Sin duda mejoraría nuestro rendimiento
industrial y empresarial, no daríamos pábulo a inútiles reconvertidos en aves
de rapiña, mantendríamos a raya la obesidad infantil, controlaríamos a bancos,
partidos políticos y sindicatos y, lo más importante de todo, dejaríamos de ver
la tele.
Y
si los adultos no ponemos un poco de sentido común ante tanta mentira, seguiré
confiando en los niños, esos que como el pequeño batracio de La tarta de hadas (Michael Escoffier y
Kris Di Giacomo – Editorial Kókinos), interroguan mil y una veces a
todo el que se cruza en su intelecto, preguntan a diestro y siniestro
el porqué de las cosas, ponen en duda la omnipresente palabra de los
demás y siguen desenmascarando impostores.
Y
si es con una gota de humor, ¡mejor!
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