Vivir en el candelero, ese lugar al que
se accede tras bajarse las bragas ante una cámara, dibujar las viñetas del mundo
o desmenuzar libros para niños en un blog como este, supone tomar conciencia
del riesgo que se corre al hacer públicos los pensamientos que se agolpan en nosotros, lo que somos.
Ejercer el libre albedrío de los
monstruos, hacer y decir lo que nos da la gana, es sumamente gratificante,
impagable, pero no debemos olvidar el ser consecuentes con nuestros actos y
asumir lo que devenga de estos, más todavía si nos percatamos de las múltiples caras
bajo las que se disfraza la libertad.
Muchas veces ruidosa, otras silenciosa,
también vestida alegremente, y algunas de manera sarcástica, es la libertad,
esa que nadie conoce plenamente (a menos de contar con varios millones de euros
en los bancos suizos… y ni aún así…), la que construye y derrumba un mundo como
este en el que sobrevivimos enlatadas siete mil millones de almas. Y es por
ello también que, esa antorcha que esgrime la diosa, depende más de los demás
que de uno mismo. Son ellos y no otros quienes nos dejan ejercerla, quienes la aplauden
y quienes la castigan, quienes aniquilan nuestro espíritu para que el suyo
perviva. Son los demás quienes levantan las sutiles fronteras entre sus
sensaciones y nuestros pensamientos, quienes nos abaten sobre nuestras líneas,
sobre nuestras palabras. ¿De qué sirve? De nada.
Hoy, tras otra tragedia inútil que
acalla las voces que otros harán sonar de nuevo, todos ponen su mirada en los
gobiernos, en las instituciones, esas que “siempre” hallan “la” solución a
tanto error…, pero quizá los estados, esos poderosos que mangonean nuestra
libertad a base de pregones que sólo sirven para ejercer un control que (todo
sea dicho de paso) nos agrada, usen como excusa (una vez más) otros cuantos mártires
para amañar sus cuitas, para decidir sobre cuestiones más productivas como las
finanzas internacionales, las fronteras, la industria armamentística, el precio
de los carburantes y las grandes inversiones inmobiliarias.
Más nos valdría dejar a un lado la pena,
descubrirnos la mirada de ese frágil velo de impunidad que nuestro ego, nuestra
ignorancia, la lengua de algunos aduladores y otros daños colaterales han construido
en torno nuestro, y blandir nuestra triste libertad, que a veces es tan
peligrosa, que a veces es tan amarga.
Ilustración: Pinto y Chinto, publicada el día 8/1/2015 en "La Voz de Galicia"
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