El pasado fin de semana, con Madrid de fondo y unos días muy
moviditos (¡No sé qué haría sin la (in)sensatez de mis colegas! Seguramente
cortarme las venas…), he llegado a la conclusión de que antes de acabar en el
hoyo, prefiero dejarme todas las ganas en este mundo, porque nadie sabe lo que
nos ocupará en ese lugar oscuro y húmedo llamado subsuelo.
Quizá muchos no vean lo mismo que yo en esto de la vida y
prefieran meter todos los cuartos en otra oquedad (o quizá la misma, que muchos
gustan de cubrir su cuerpo a base de escrituras y cartillas del banco) para que
luego otros se lo gasten a golpe de ostra y carabinero.
Algunos tienen muy claro que todos sus bienes van a ir a
parar a sus allegados (como si nos les dieran ya bastante en vida). Yo no sé cómo
el personal no acaba harto de tanto parásito, porque hijos, nietos, yernos,
nueras y algún que otro novio de la residencia de ancianos, tienen más que ver
con un agujero negro que con el amor limpio y claro…
Y qué les voy a decir, pues que con tanto socavón profundo y
pozo negro, me ha dado por pensar que no los quiero ver ni en pintura. Así que
me toca andar con cautela, que de repente se abre frente a nosotros un
precipicio repentino y la cosa termina de golpe y porrazo…
Para ilustrarles sobre este problema de los agujeros les
traigo a Kelly Canby y La historia de un hoyo,
un éxito en el mundo anglosajón que ha sido recientemente publicado en nuestro
país por Tramuntana. El libro en cuestión nos cuenta la historia de Carlos, un
chaval que andando por el campo se encuentra con un hoyo y sin pensárselo dos
veces se lo echa al bolsillo y empieza a pensar qué puede hacer con él. ¿Dará
comienzo así a una serie de aventuras y desventuras o ese hallazgo no será para
tanto?
El libro tiene su aquel, sobre todo porque da mucho pie a
disfrutar de la imaginación del lector (¿Se imaginan lo que harían un montón de
niños con ese hoyo? Les invito a comprobar las respuestas) y puede darles mucho
juego (Se me ocurren trampantojos de todo tipo, e incluso juegos con trozos redondos
de cartulina negra), pero lo que más me gusta es que es un libro que juega con
los diferentes puntos de vista y de paso conecta lo absurdo con nuestra
realidad.
Y es que nadie quiere un agujero. Ni la modista ni el dueño
de la tienda de mascotas ni el que hace barcos ni tan siquiera un servidor.
Todos preferimos que se quede en el bolsillo de Carlos no sea que destroce nuestros
respectivos negocios. Bueno, todos no, que ya saben que siempre hay quien le
encuentra utilidad a cualquier cosa…
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