Reino Unido por fin se ha divorciado de la Unión Europea
(que no de Europa, pues ellos siempre han formado parte del Viejo Continente) y
no han sido pocas las lágrimas que algunos han echado a tenor de una situación
que deja bastante de inquietud teniendo en cuenta lo que se les/nos puede venir
encima.
Aunque comparto esos sentimientos de desasosiego, pues como
sabrán visito bastante el país vecino, convengo en que su gobierno no podía
fallar a una de las consideradas “mejores democracias del mundo”, máxime si la
decisión se tomó vía referéndum. El “sí” ganó por mayoría (un poquito ajustado,
es cierto) y el desenlace no podía ser otro.
No puedo ocultar que ello me produzca cierta envidia. El
constatar que los gobernantes respetan (en parte, que los ingleses también
tienen sus títeres y cuitas de poder) la opinión de los ciudadanos, me llena de
alegría, pues obviando las reuniones clandestinas con los gobernantes
bolivarianos y los acuerdos con partidos terroristas, los nuestros dejan mucho
más que desear. Las comparaciones son odiosas, y con razón.
Volviendo al Brexit que de miserias a la española ya hablo
bastante, se abre un periodo convulso, ya que ahora es cuando viene lo difícil
o lo incómodo, pues los acuerdos en materia de política exterior, comercial y
demás cuitas económicas, traerá a muchos de cabeza.
Los primeros que ven peligrar sus derechos son todos
aquellos ciudadanos comunitarios que llevan décadas viviendo en Inglaterra (sin
ir más lejos, doscientos mil compatriotas, ni más ni menos). Nadie sabe qué
pasará. Todo el mundo se ha lanzado a pedir la residencia permanente o la
nacionalidad. El personal está bastante acojonado.
Esa incertidumbre, ese salto al vacío que supone pasar de
ser inmigrante de primera clase a inmigrante a secas, puede ser muy duro. No es
para menos pues coger la maleta y regresar a un punto de partida, pues no
olvidemos que esa decisión ya la tomaron otrora, la de dejar a un lado todo lo
que has conseguido con mucho esfuerzo, es bastante difícil.
Y con este planteamiento enlazo con uno de esos libros que no
ha dejado indiferente a nadie, La maleta
de Chris Naylor Ballesteros. Publicado por La Galera durante los últimos meses,
este álbum ha sido uno de los más recomendados por gentes de la esfera del
libro infantil y he creído necesario abrirle un hueco en este espacio.
En él se cuenta la historia de un extraño que llega a otro
lugar con arrastrando una maleta. Sus habitantes se preguntan de dónde viene,
que le trae por allí y, sobre todo, qué lleva en esa maleta. Él contesta que
una taza, una mesa, una cocina… El resto se quedan perplejos. No dan crédito a
que tanto quepa ahí y aprovechan que el extraño se queda dormido para meter
abrir la maleta y quedarse boquiabiertos.
Sobre fondo blanco (creo que centrar la atención en la
figura de los personajes ha sido un acierto por parte del autor) para las
escenas del presente, y con fondo sepia para referirse al pasado (un recurso
estético bastante acertado y que bebe del soporte fotográfico), esta pequeña
fábula que bebe en cierto modo de la estructura del sketch, también echa mano
del humor para internarse en los resquicios de nuestra naturaleza humana.
Aunque con un final agradable muy apto para partidarios del
buenismo y los mensajes edulcorados, un servidor prefiere otro tipo de puntos
de vista más controvertidos, como ese ligero paréntesis que se abre para la crítica
de la estupidez e impertinencia humanas. Ese momento en el que los animales meten
las narices donde no les llaman me ha gustado mucho. ¿Quién cojones se creen
para violar el espacio íntimo de nadie? En él he visto representados a todos
esos enteraos que no se fían ni de su sombra pero que a la postre se las dan de
buenos samaritanos.
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